Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC

A veces el ser humano llega a tener la conciencia de la propia indignidad al experimentar lo ‘santo’. Lo describe Rudolf Otto como impacto psicológico-emotivo desde tres aspectos polarizantes y de atracción de lo ‘numinoso’ o lo divino, o lo santo, o lo sacro: lo tremendo. Es la primera característica de lo divino. Causa estremecimiento, temblor, pavor, ante una realidad desconocida y omnipotente, se experimenta la propia finitud y vulnerabilidad. Este sentimiento se traducirá en deseo de comunión o como pacto de lo finito y concreto con el absoluto como opina Martín Buber.

La segunda característica de lo ‘numinoso’ o de lo santo, es el ‘misterio’, en la perspectiva del conocimiento; éste causa asombro y admiración, porque es ‘lo totalmente otro’, y va más allá incluso de lo racional.

La tercera característica es ‘lo fascinante’. Lo divino, lo santo o lo sacro, arrebata hasta llevar a ese dejarse poseer completamente por él. Es el ‘bien’ que se impone al ser humano como supremo valor que le permite experimentarlo como lo excelso.

En la línea de Mircea Elíade, lo numinoso, la divinidad, lo santo o lo sagrado, o el misterio, son una realidad que lleva a una ruptura de nivel ontológico y se manifiesta como la realidad por excelencia.

Esta visión sumaria de estos autores de la Filosofía de la Religión, nos permiten ubicar en su perspectiva humana estos tres hechos de la irrupción de lo divino en la vida del profeta Isaías, del apóstol Pedro y del apóstol Pablo.

Se percibe esa distancia absoluta de lo divino y la propia indignidad.

 Isaías experimenta la presencia del ‘tres veces santo’ en una hierofanía, ante el cual reconoce su indignidad por los labios impuros; el aterrado y purificados sus labios, conoce su elección y acepta ser enviado (Is 6, 1-2ª.3-8).

Simón pescador, será elegido para ser ‘Kefás’, es decir Roca, Pedro, en el contexto de la pesca milagrosa. Hombre sincero que, ante la manifestación del poder santo de Jesús, reconoce su indignidad y desea estar separado de Jesús mismo. Pero Jesús lo elige para ser ahora pescador de hombres (Lc 5, 1-11).

El apóstol Pablo, -antes Saulo, que se siente indigno de llevar ese título, tuvo su encuentro con el Señor en el camino de Damasco; queda deslumbrado y ciego ante la presencia luminosa de Jesús. Se le llevará de la mano ante Ananías para recibir la instrucción ( Hech 9,1 ss).

En la lectura de Corintios 15, 1-11, san Pablo reconoce la síntesis de lo que es el kerigma apostólico o el núcleo fundamental de la predicación apostólica que él recibió desde un principio y que es lo que predica: ‘que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según estaba escrito; que se apareció a Pedro y luego a los Doce; después a más de quinientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales vive aún y otros ya murieron. Más tarde se le apareció a Santiago y luego a todos los apóstoles. Finalmente, se me apareció también a mí…’

Este es el evangelio que san Pablo predica; es el evangelio que hemos de aceptar con firmeza. Esta esta es nuestra fe como adhesión plena y conciente a Jesús el Resucitado, y que vive, al cual experimentamos, y ante su presencia experimentamos nuestra propia indignidad. Pero ante ella, gozamos la cercanía de su misericordia.

Aún más. Aquella expresión de san Beda el Venerable (735) que el Papa Francisco tomó como lema de su escudo episcopal y papal: ‘miserando atque eligendo’, es decir, teniendo misericordia y eligiendo, ante la elección de Leví, -Mateo, recaudador de impuestos y después convertido en apóstol de Jesús y autor del Evangelio que lleva su nombre.

Ante esta reflexión, hemos de pensar en nuestro encuentro con Jesús, concientes de nuestra absoluta indignidad, para experimentar la cercanía de su perdón y misericordia, y sentirnos en verdad elegidos para la misión que nos corresponda.

Dios a todos nos elige para una vocación al amor: ‘a adherirse en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina’ (G et Sp 18,2).

Por más que se piense que no se cree en Dios o se es agnóstico, siempre existe ese sentido interior y dramático de hacer el bien y evitar el mal, como lo enseñan el mismo Kant y Heidegger, y sin embargo, hacemos el mal que no queremos.

Somos de una Iglesia santa animada por el Espíritu Santo; aunque somos pecadores porque nos cerramos al Espíritu y nos alejamos del Evangelio, la palabra, el ejemplo y el mandato de Jesús. Todos necesitamos la conversión permanente: convertirnos del pecado a una vida de gracia; de una vida de gracia, a una vida de santidad, que no es más sino vivir la caridad y la misericordia de modo eminente, bajo la gracia y el Espíritu se Jesús.

Santo Tomás de Aquino, nos enseña ‘que Dios es ofendido por nosotros solo porque obramos contra nuestro propio bien’.

Por eso, debemos acoger con gozo al Dios del perdón y de la misericordia; ante la conciencia del abismo profundo de nuestra indignidad, disponernos a experimentar la cercanía del amor misericordioso de Dios, que se nos manifiesta en Jesús.

A veces la culpa nos persigue; la convertimos en una ‘acusación sin acusador’, como lo recuerda Paul Ricoeur.

Reconocer ante Dios la propia culpa, nos permite crecer y madurar en la vida espiritual; no es bueno encerrarse en la propia culpa y cerrarse a la misericordia del Señor, porque al final nos destruimos sin ningún provecho.

Somos pecadores, siempre amados por el Señor, aún en nuestra condición deplorable.

Nuestro Dios, revelado en Jesús, es el Dios Amor, el Dios Misericordia, el Dios Perdón.

Nos enseña el Papa Francisco, ‘que el nombre de Dios es Misericordia’.

Imagen de Sarah Richter en Pixabay

Por favor, síguenos y comparte: