Por Ana Luisa Mendoza Pesquera

Iniciamos, en El Observador, una columna largamente acariciada por su directora general adjunta, Maité Urquiza Guzzy. Se trata de pequeñas grandes historias de vida, de fe, de esperanza cristiana. Abrimos con un testimonio luminoso: el de Luzma Pesquera de Mendoza, narrado por su hija Ana Luisa. En pocas y elocuentes frases, Ana Luisa nos enseña el valor de una guerrera, la sumisión a la voluntad de Dios, el poder de la oración y la capacidad de consolidar una familia que tiene el sentido salvífico del sufrimiento, cuando la familia se entrega toda a cuidar del ser amado.

 

Nuestra querida mamá, Luz María Pesquera Pastor, nació en la ciudad de Querétaro el 14 de septiembre de 1936. Hija de Francisco Pesquera García y María de la Luz Pastor Flores, se casó con Roberto Mendoza Martínez en el año de 1956. Su matrimonio duró 55 años.

Tuvieron ocho hijos: Luzma, Roberto, Gaby, Toño, Agustín, Ana Luisa, Héctor, Marilupe… 27 nietos, 18 bisnietos. Mis papás, siendo todavía chicos nosotros, acogieron con un corazón generoso, a nuestros primos Herbert, después de fallecer nuestros queridos tíos Arturo y María Inés. Fuimos una gran familia.

Mamá no tuvo una vida fácil y aunque había situaciones que la entristecían, eso no la detuvo para darnos lo mejor de ella; duró enferma muchos años. Tenía diferentes prótesis en varias partes del cuerpo, escoliosis severa, enfisema pulmonar, insuficiencia renal, caminaba con andadera. Nunca descuidó su aspecto, siempre la encontrabas muy guapa en su casa. Pero lo que sí llegó a descuidar fue su actividad física.

Empezaron cinco largos años en cama. Vivió su enfermedad como su vida: abrazada a la Cruz de Cristo. Ofreció todos sus dolores por los sacerdotes, por las vocaciones, por la conversión de su familia. Ofrecía en silencio sus sacrificios. Veíamos que mi mamá se iba abandonando a la Voluntad de Nuestro Señor. Cuando tenía momentos de impaciencia, se controlaba y repetía: “Jesús, Jesús mi Jesús”, ofreciendo el momento.

Un día, le pregunté: “¿Qué haces tanto tiempo en el silencio?”. Ella me contestó: “Hablo con mi Jesús”. Siempre fue de una gran fe y el último año de su vida fue muy de Nuestro Señor: escuchaba Misa diaria con mucha devoción, rezaba el Rosario y la Coronilla de la Misericordia con fervor y confianza. En algunos momentos nos decía que ya quería morirse, que no entendía por qué Dios no se la llevaba…y después decía “Dios sabe sus tiempos, Él sabe cuándo”. Con gran paz se abandonaba en Él. A mí esto me fortalecía en la confianza a su Divina Voluntad.

Para su familia, fue un tiempo de auténtico crecimiento. Consolidamos el hacer familia, dialogar, unirnos, respetar limitaciones de cada uno para con ella, manifestarle amor y cariño, sacrificar comodidad para estar con quien más nos necesitaba.

Todos decidimos que mi mamá se quedara en su casa. Unos aportamos tiempo, otros apoyaron con dinero, o con las dos cosas. Lo que queríamos era que ella estuviera lo mejor posible. Fue maravilloso descubrir a lo largo de los años qué gran legado nos habían dejado mis papás: sabernos unidos en cualquier circunstancia. Este último año fue ver como mi mami se iba vaciando de todo, para llenarse de su Jesús y de su fortaleza para dar el siguiente paso, el encuentro definitivo con el Amor de su Padre.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de febrero de 2022 No. 1388

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