Por P. Antonio Escobedo
VII Domingo de tiempo ordinario (Lc 6,27-38)
20 de Febrero de 2022
De manera natural, surge el deseo de tratar a los demás de la misma forma en que nos tratan: ayudar a los que te ayudan y lastimar a los que te lastiman. Incluso la mentalidad en nuestro mundo es: “haz a los otros lo que quieres que te hagan a ti”. Esto es justicia simple y ha sido promulgado incluso en el Código de Hammurabi (siglo XVIII a.C.) donde se especificaba: “ojo por ojo y diente por diente”. Sin embargo, Jesús indica que la reciprocidad no es el comportamiento del Reino. Igual que Dios va más allá de la justicia, a nosotros se nos invita a hacer lo mismo. Es una lección difícil porque va contra pensamiento común. Aclaremos que no se trata de humillarnos y aceptar lo que es injusto. Más bien se trata de no entrar en el juego de la violencia: me quitaste, entonces ahora yo te quito; me hiciste el mal, ahora yo te lo hago a ti. Por eso, en el evangelio de hoy, Jesús pide que amemos a nuestros enemigos.
Para ilustrar lo que quiere decir, nuestro Señor pone algunos ejemplos que llevan a ilustrar la forma como Él entiende la palabra “amor”. Para Jesús, el amor no se limita a tener sentimientos cariñosos hacia los que nos maltratan. En vez de eso, hemos de actuar sensatamente para beneficiar a la otra persona, de manera que nuestra preocupación principal sea el bienestar de esa persona.
Con el principio del amor y sus ejemplos, Jesús establece claramente que no debemos permitir que las personas que no tienen principios morales determinen lo que pasa. No debemos esperar para ver lo que la otra persona hará antes de decidir lo que nosotros debemos hacer; tampoco hemos de quedar atrapados en un círculo vicioso esperando a que la otra persona empiece por buscar un cambio. Por el contrario, nos toca tomar la iniciativa y hacer el bien, bendecir y orar. Estos comportamientos pueden parecer débiles frente al odio y la violencia, pero Jesús los transforma. En la cruz demuestra lo poderosos que pueden ser. Siendo sinceros, lo que Jesús nos pide no es algo natural, en efecto, es algo sobrenatural. Podemos movernos hacia la justicia y al amor, pero sólo por la gracia de Dios. ¡El amor gana! ¡Sobrepasa lo que esperamos!
Nos toca amar, hacer bien y actuar generosamente porque “somos hijos del Altísimo”. Como hijos del Altísimo, nuestra recompensa es grande, ya que somos herederos del Reino. De esta manera, podemos vivir bajo el techo del Rey y comer en su mesa. Podemos entrar en presencia del Rey y disfrutar de su protección. Nos hacemos como el Rey y desarrollamos costumbres reales. Es una vida llena de privilegio, es una vida bendecida.
Así, Jesús propone una clase de amor que estire el corazón para hacerlo más grande y generoso, más capaz de acoger al que es distinto, de pensar en el otro. Su propuesta pone de cabeza la lógica que consideramos normal: habla de perdón, de nobleza, de humildad y desprendimiento. Como discípulos de Cristo, nos toca hacer el bien, hayamos recibido cosas buenas o malas. No podemos ser motivados por los que otros nos deben. Jesús pide el fin de estos cálculos: Hemos de hacer el bien y ¡punto!
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