Por P. Fernando Pascual
Investigar lo que ha ocurrido en el pasado es una de las tareas más difíciles y más importantes de todo buen historiador.
Existen, sin embargo, una serie de problemas de origen ideológico que hacen difícil estudiar y dar a conocer datos concretos sobre situaciones de otras épocas.
Entre esos problemas, uno se hace evidente cuando inician discusiones complejas sobre las cifras de ciertos hechos trágicos.
Por ejemplo, al estudiar las numerosas muertes violentas e injustas de armenios en el contexto de la Primera guerra mundial, quienes aumentan la cifra son acusados por algunos de ser enemigos de Turquía, y quienes la disminuyen reciben la etiqueta de aliados (incluso “cómplices”) de los turcos.
Algo parecido ocurre cuando se intenta establecer con suficiente fundamento en los documentos conocidos cuántos millones de personas habrían muerto injustamente durante los gobiernos de Lenin, de Stalin, de Hitler o de Mao Tse Tung (ahora Mao Zedong).
Si un historiador, con documentos en la mano, muestra que las cifras fueron más altas que las dadas habitualmente, no significa que tiene prejuicios anticomunistas, antifascistas, antiturcos o antiarmenios.
Si otro historiador muestra que las cifras serían más bajas, no por ello puede ser acusado de negacionista o de cómplice de tiranos del pasado, si su trabajo ha sido llevado con rigor y desde documentos bien analizados.
Hace falta superar prejuicios ideológicos y posiciones rígidas que obstaculizan un serio estudio de hechos dramáticos del pasado, y abrirse a lo que las diversas fuentes y documentos permitan comprender sobre esos hechos.
De ese modo, dejaremos de ver un aumento o una disminución en el cálculo de las víctimas como algo peligroso, y afrontaremos las investigaciones históricas como lo que deben ser: un trabajo serio que permite reconocer los hechos con precisión, sin exageraciones ni minimizaciones que no ayudan a esclarecer la verdad sobre lo ocurrido en un determinado momento del pasado.