Por P. Fernando Pascual
Corría el año 1915. Desde Alemania, una joven estudiante de filosofía, discípula de Husserl, quería ayudar a los heridos de aquella terrible tragedia que hoy conocemos como Primera Guerra Mundial. La joven tenía 24 años. Se llamaba Edith Stein.
A pesar de la oposición de su madre, consiguió ser aceptada por la Cruz Roja. La enviaron a una localidad que entonces pertenecía a Austria, llamada Mahrisch-Weisskirchen (ahora se llama Hranice). En seguida, empezó a trabajar en la zona de enfermos de tifus.
Allí desarrolló, como las demás enfermeras, un trabajo nada fácil. A lo largo de los días, pudo recoger en su diario diversas historias y anécdotas. Una se refería a un paciente conocido simplemente como Mario.
Mario era italiano, originario de Trieste. No podía hablar, y su boca con frecuencia estaba ensangrentada. Edith le limpiaba continuamente, y comprobaba cómo aquel hombre, que había sido comerciante, le daba las gracias con su mirada.
La joven enfermera, cuando trabajaba en los turnos de noche, notó que Mario se mantenía despierto. En una ocasión, el enfermo le hizo señales de que se acercara y le pidió, siempre con señales, que escribiera una carta para su familia.
La misma Edith cuenta esa experiencia: “Una vez me hizo una señal y con gestos me dio a entender que deseaba dictarme una carta. Probablemente había observado que yo escribía a veces. Tomé papel y pluma y me arrodillé junto a su cama. Él fue formando las palabras con los labios (ni siquiera podía susurrar), yo se los miraba con ansiosa atención, escribía y le mostraba cada frase para que la revisara. De esta manera logramos escribir una carta a sus hermanas en un buen italiano. Fue la primera noticia que recibieron en su casa de que estaba enfermo”.
Podemos imaginar la alegría de las hermanas de aquel enfermo cuando recibieron la carta. En seguida respondieron. Cuando, ya restablecido, pudo hablar, el mismo Mario dijo a Edith que su familia le había escrito.
La anécdota parece sencilla, pero refleja la grandeza de un corazón. Edith no tenía ninguna obligación de estar allí, ni de atender peticiones especiales de un enfermo entre tantos otros.
El corazón grande, precisamente porque es grande, percibe dónde hay una necesidad y busca en qué manera sea posible ofrecer ayuda.
No fue el único gesto de Edith para con los enfermos, pues hubo muchos sus sacrificios por ellos en los meses en que sirvió como voluntaria de la Cruz Roja.
La historia de Edith es más larga: como pensadora, como profesora, como carmelita, como mártir. En esa historia un día aquella joven tuvo la oportunidad de ayudar a un enfermo italiano, con un gesto tan sencillo y tan bello como interpretar el movimiento de sus labios para escribir una carta a sus seres queridos…
(Los datos sobre esta anécdota, narrada en el Diario de Edith Stein, que ahora conocemos como santa Teresa Benedicta de la Cruz, han sido tomado de la siguiente publicación: Francesco Salvarani, Edith Stein. Hija de Israel y de la Iglesia, Palabra, Madrid 2012).