Por Arturo Zárate Ruiz
La razón obvia de esta obra de misericordia es que la vestimenta la requerimos para la supervivencia. Somos “monos desnudos”, dice Desmond Morris. No disfrutamos de pelaje o de las plumas como otros animales. Estamos expuestos a las inclemencias del tiempo, sean el hielo, la lluvia o el sol calcinante. Sin ellos sufriríamos las asperezas de los pedruzcos, los espinos y los mosquitos. ¡Cuántos hombres sin techo yacen desnudos en las calles, sin que les ofrezcamos ni siquiera una cobija!
Revestimiento de la gracia
La ropa sirve además para afirmar nuestra humanidad. Sin ella no nos distinguiríamos de los animales. No nos distinguiríamos inclusive una persona de la otra. Pues con la ropa expresamos nuestra personalidad. Comunicamos nuestro nivel económico, nivel educativo, la confiabilidad, la posición social, la sofisticación, el rol económico, el rol social, el tipo de educación, el éxito, la procedencia, el carácter, ¡nuestra identidad cultural! En tiempos antiguos, en que no se fabricaban todavía las telas, un simple tatuaje diferenciaba la pertenencia a éste y no a aquel grupo. Al morir nos sepultarán sin zapatos, pero con ropa porque, aun cadáveres, gozamos de dignidad.
En el Edén, Adán y Eva no estuvieron precisamente desnudos pues gozaban del revestimiento de la gracia. Cuando pecaron la perdieron. Entonces sí se vieron en cueros y debieron sentir vergüenza, no de sus cuerpos (pues eran bellísimos, imagen del mismo Dios), sino de la miseria en que cayeron al apartarse del Señor. Y así le ocurrió a Noé al emborracharse días después de salir del arca. Por burlarse de su desnudez, Canaán pecó; por cubrirlo con un manto, Sem y Jafet, no. Tuvieron misericordia. Así sucede con nosotros: cuando pecamos perdemos la gracia y por tanto la peor “desnudez”; cuando amamos y somos misericordiosos, Dios se hace presente en nosotros mismos y recobramos el decoro, la belleza.
La misericordia
En cierto modo, las obras espirituales de misericordia, entre otras, amonestar al pecador, educar al ignorante, aconsejar a quien duda, van orientadas a restituir la gracia de Dios al prójimo, a revestirlo de los dones divinos. Dejar de practicarlas podría llevarnos a escuchar contra nosotros el “malditos” porque “les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo”.
En cualquier caso, no deja de ser desagradable sufrir la desnudez física por exponernos a la intemperie, despojarnos de nuestra identidad y exhibir nuestra naturaleza caída por el pecado. Aun así, ni lo segundo ni lo último pudieron afectar a Jesucristo cuando lo desnudaron para clavarlo. La idea era añadir a la tortura de la Cruz la deshonra de saberse sin ropa. Pero Jesús no sólo se mantuvo revestido de inocencia sino era la Inocencia misma y, por serlo, su identidad divina era manifiesta. “¡Verdaderamente este era el Hijo de Dios!”, exclamó Longinos al clavarle su lanza en el costado.
Y desnudo Miguel Ángel pinta a Jesús en el Juicio Final para denotar que no sólo vendrá entonces Dios revestido de Justicia, sino que será la Justicia misma, sin ningún trapito que amortigüe sus sentencias.
Aun así, sus elegidos no arribarán desnudos al Reino que les espera. Miguel Ángel y muchos otros artistas los pintan con las heridas que recibieron en su seguimiento de Cristo: unos degollados, otros desollados, otros sin ojos, unos más sin dientes… heridas las cuales, leemos en las Escrituras, les permiten recibir unas vestiduras blancas que denotan su humildad (pues reconocen que no las merecen), la gracia de Dios (que en Él está todo el mérito y la alegría de la victoria), la fidelidad de los elegidos al Santo de los Santos (a quien se unieron al derramar también su sangre o su vida terrena), su testimonio (el haber sido reflejo, con sus obras, del Amor divino), vestiduras en las que se manifiesta la gran misericordia que Dios ha tenido con todos ellos. Confiemos entonces que, como dijo san Pedro, el Amor cubra multitud de pecados. Que Dios nos acoja así en su misericordia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de marzo de 2022 No. 1393