Por Jaime Septién

El 4 de mayo de 2019 fue beatificada Concepción Cabrera de Armida en la Basílica de Guadalupe. Su fiesta se celebra el 3 de marzo, día en que Conchita murió en el año de 1937. Desde el momento en que el Papa Francisco reconoció un milagro atribuido a esta mujer, hija de familia numerosa y madre de nueve hijos (que procreó con su esposo, Francisco Armida a quien le sobrevivió 36 años), la devoción popular por ella no ha dejado de crecer.

Su inmensa obra escrita da a conocer la intimidad de una mística cuya misión fue renovar el apostolado laical y sacerdotal. Con ella a cuestas, encarnando el misterio de la Cruz, Conchita fundó la compañía de Obras de la Cruz de la cual se desprendió, entre otras, la Orden de los Misioneros del Espíritu Santo.

Algo de su vida matrimonial

Conchita fue la séptima de los doce hijos de los que se componía su familia, avecindada en la ciudad de San Luis Potosí. No obstante haber sentido la vocación religiosa desde muy temprana edad, a los 21 años, consintió el matrimonio con Francisco Armida. Corría el año de 1883. En los 17 años que estuvieron casados (Francisco murió el 17 de septiembre de 1901) procrearon nueve hijos. Esa dimensión procreativa del matrimonio cristiano la llevó a comprender en profundidad el significado de la santidad en la vida cotidiana de los laicos.

Dos años después de casada tuvo una serie de revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús similares a las de Santa Margarita María Alacoque, mismas que le llevaron a profundizar, decisivamente, en el misterio de la Cruz: el sentido salvífico del sufrimiento y la esperanza de la redención. Más aún cuando, por unas fiebres tifoideas, perdió a su segundo hijo con apenas 18 meses de edad. Desde entonces –ella misma lo confiesa—hasta su muerte, Conchita dijo a uno de sus allegados que no recordaba “algún día de su vida en que hubiese dejado de sufrir”.

Santificación de la vida cotidiana

Su diario o “Cuenta de conciencia” abarca 66 tomos y fue consejo de su director espiritual (en 1893) el padre jesuita Alberto Cuzcó y Mir. En esta enorme introspección, se va construyendo, sobre todo a partir de su viudez, la necesidad de inspirar obras en las que los laicos y los sacerdotes, religiosos y religiosas alcancen la santidad. Perteneciendo, totalmente, a Jesucristo (de hecho, grabó en su pecho el monograma JHS), y en sus visiones relativas al Sagrado Corazón de Jesús, fundó El Oasis, un conjunto de obras destinadas a renovar la espiritualidad de la Cruz en su dimensión laical, religiosa y sacerdotal.

Y la primera de las fundaciones del Oasis fue el Apostolado de la Cruz que unía a laicos que querían santificar su vida, así como a religiosos, religiosas y sacerdotes “que buscaban consolidar su vocación consagrada”, según lo escribe Camille Foulard en el Diccionario de Protagonistas del Mundo Católico en el Siglo XX. Viuda y ya viviendo en la Ciudad de México, se dedicó en cuerpo y alma a la educación de sus hijos y a la fundación de nuevas Obras de la Cruz. Cuatro de sus hijos se casaron, uno se ordenó con los jesuitas y una hija fue Religiosa de la Cruz.

Dolor y perseverancia

Además de su segundo hijo, otro más murió de tifoidea a los seis años y uno más a los cuatro años, ahogado en la fuente de la casa de la familia. Ella misma reconoce ya en el lecho de su muerte, que Dios no le había ahorrado dolor alguno. Tampoco la noche oscura en sus últimos meses o años de vida. Cuenta el padre Jesús Montes, Misionero del Espíritu Santo, la importante Orden que ella fundó, que, en su lecho de muerte, alguien le preguntó: “Conchita, y sus relaciones con Jesús”, a lo que la moribunda respondió: “…como si nunca nos hubiéramos conocido”.

Pero esto no la doblegó nunca y jamás dejó de hacer fundaciones para renovar o robustecer la espiritualidad laical.

Inspiradora de las Obras de la Cruz

  • Orden de los Misioneros del Espíritu Santo
  • Alianza de Amor con el Sagrado Corazón de Jesús
  • Fraternidad de Cristo Sacerdote
  • Misioneros de la Cruz
  • Cruzada de las Almas Víctimas

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de marzo de 2022 No. 1391

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