Por P. Fernando Pascual
Entre los muchos aspectos que giran cuando se discute sobre eutanasia, uno se refiere al papel que el Estado tiene a la hora de distinguir entre lo quede establecido como permitido y como prohibido en ese ámbito.
Hablar del papel del Estado ante la eutanasia supone aclarar un punto importante: en qué sentido los legisladores y las autoridades pueden intervenir sobre los deseos y proyectos de quienes viven en sociedad.
En efecto: defender que el Estado tenga el derecho de permitir o de prohibir la eutanasia solo es posible si se cree que el Estado tenga facultades válidas para regular tantos y tantos aspectos de la vida de las personas.
La discusión sobre la eutanasia, entonces, se convierte en una discusión sobre el Estado y sobre las libertades individuales, sobre cuáles sean los ámbitos en los que las autoridades pueden intervenir.
Muchas personas viven en Estados donde existen numerosas normativas que afectan a la autonomía personal, con una larga lista de prohibiciones y de obligaciones a las que están sujetos.
Así, las personas se ven obligadas a pagar algunos impuestos contra su voluntad, pues querrían no pagar esos impuestos. O a obedecer normativas sanitarias que no siempre producen buenos efectos o que resultan especialmente molestas.
Hay quienes consideran que existe un abuso de autoridad en la vida pública, que la gente está abrumada por un exceso de leyes y normativas, y que se está violando el derecho de las personas de escoger cómo vivir y qué actividades realizar.
Decir que el Estado llega a un abuso de poder solo resulta posible cuando, a través de una buena argumentación, se distingue entre aquellos ámbitos de la vida en los que el Estado debe intervenir, y aquellos otros en los que no debería intervenir.
No resulta nada fácil establecer esos ámbitos y llegar a un acuerdo social sobre los mismos, porque siempre habrá personas a favor de algunas normativas y otras que se opongan a las mismas.
En este marco, se coloca la discusión sobre la eutanasia. Para algunos, se trataría de un derecho de las personas por su capacidad de autodeterminación, que el Estado debería respetar o, en algunos casos, apoyar.
Para otros, en cambio, se trataría de una intervención que va en contra de un principio básico de la convivencia: la protección de la vida de las personas, que implica prohibir cualquier acción u omisión orientadas a matar a una persona, incluso si esa misma persona pidiera ser eliminada.
Un Estado debe respetar aquellas decisiones que las personas realizan en una sana autonomía y sin dañar el principio de justicia. Pero no puede apoyar ni permitir decisiones que implican que unas personas puedan suicidarse con ayuda de otros, o someterse a acciones orientadas a la eutanasia.
Cualquier decisión que termina con la vida de otros va contra lo mínimo que el Estado debe garantizar: el que todos vean respetado su derecho a la existencia. Ese derecho, además, necesita ser acompañado por otro criterio básico: el de promover una asistencia sanitaria que cure, cuando sea posible, y que alivie el dolor, siempre.
Solo a través de esa asistencia sanitaria, ofrecida a todos, será posible dejar a un lado la presión a favor de la legalización de la eutanasia, al mismo tiempo que se promoverá la sana tutela del respeto a la vida de todos, especialmente de quienes son más vulnerables por padecer sufrimientos de cualquier tipo.
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