Por P. Fernando Pascual
Cuando se acumula trabajo extra en el hospital, en la oficina, en la parroquia, y también en el hogar, alguno lanza una señal de alarma, pide voluntarios para ayudar.
Entonces, se nota en seguida la diferencia entre dos grupos de personas. Unos, que se hacen los indiferentes, o que no parecen enterarse, o que al menos presentan disculpas y excusas para no ayudar.
Otros, que con prontitud y alegría, a veces con no poco esfuerzo, dan su disponibilidad, se ofrecen para ayudar ante una situación de emergencia o de exceso de trabajo de algún familiar o conocido.
Nadie puede obligar a otros a ser generosos, a privarse del descanso o de sanos proyectos para arremangarse y ponerse a limpiar, ordenar, o dar una mano en tareas que pueden ser sencillas o más difíciles.
Pero es siempre hermoso encontrarse con personas generosas que ayudan. Incluso, con no poca sorpresa, algunas de esas personas ya sobrellevan un alto cúmulo de tareas o tienen años de servicio que les hacen merecedores de mayor reposo.
Para quien, en la casa, o en la fábrica, o en tantos otros ámbitos, lanza la señal de alarma y pide ayuda extra, surge el alivio y la paz al constatar que en el mundo existen corazones generosos, hombres y mujeres que se entregan y desgastan por ayudar.
Son esos hombres y mujeres los que embellecen este mundo; un mundo donde hay mucho egoísmo y desinterés ante los cansancios de otros; pero también donde la generosidad de esas personas enciende esperanzas, y nos estimula a abrir los ojos y mover las manos cuando nos lleguen señales de quienes necesitan uno o varios corazones dispuestos a ayudar.
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