Por Jaime Septién
Escribo estas líneas con la premura del cierre de edición. Ha muerto este 21 de febrero un tío muy querido de Maité, mi esposa, hermano menor de su papá: don Alejandro Urquiza Septién. Es difícil, muy difícil, no sentir la tristeza de quien nos deja. Pero, al mismo tiempo, un torrente de alegría esperanzada sube y desborda a quienes le rodearon: ese conocimiento íntimo de saber que la muerte no tiene la última palabra, que no todo acaba aquí. Que ha cambiado de misión.
La fe le venía de una larga tradición familiar. Su padre, don Manuel Urquiza y Figueroa, había construido esas dos jaculatorias nacionales: “Sagrado Corazón de Jesús, perdónanos y sé nuestro Rey” y “Santa María de Guadalupe, Reina de México, ruega por tu Nación”. Dos caminos de vida que don Alejandro, como el resto de sus hermanos, hizo realidad en el trabajo, en la fidelidad, en el sentido de cercanía con los suyos. Y, desde luego, en esa noción que nos está abandonando tristemente: el auxilio a las obras de la Iglesia.
A poco que se vayan perdiendo estas conciencias de Iglesia, vamos perdiendo, como Pueblo de Dios, una rama firme del árbol del Evangelio. Con callada y gallarda entereza, su fidelidad al Sagrado Corazón fue iluminando obras, templos, colegios católicos… Y, por el otro lado, también heredero de su padre, el trabajo donde muchos crecieron y al que no le fue jamás distante, hasta que su cuerpo no pudo más. ¡De qué dura madera están hechos estos hombres! Y qué gran responsabilidad heredan a los que venimos detrás. Que Dios lo tenga en su gloria.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de febrero de 2022 No. 1390