Por Jaime Septién

He tenido, a lo largo de mi vida, una rara fortuna: que tres de mis grandes maestros hayan terminado siendo cercanos y entrañables. En orden de aparición —que no de importancia— los nombro: Paco Prieto, monseñor Mario De Gasperín y Gabriel Zaid.

Paco fue profesor admirado en la Universidad Iberoamericana. Novelista y ensayista además de conferencista fuera de serie, me introdujo en la literatura, el periodismo y la historia. Somos compadres y mi admiración por él crece cada día. Tuve el honor de hacer su semblanza en el libro Toma y lee, al que me invitó a colaborar mi querido Mauricio Sanders.

De don Mario he escrito una biografía (¿Qué hay por el mundo?) en la que dejo en claro que ha sido para mí un padre espiritual y un sabio que, como todos los sabios, salva con su ejemplo, con su palabra y con su sentido del humor. Salvó mi matrimonio, le dio rumbo a mi familia, a nuestro apostolado en los medios y a mi vida espiritual, maltrecha por los años locos de la juventud.

Al genio mexicano Gabriel Zaid lo he leído, releído, comentado, escrito sobre él y hace algunos años tengo el privilegio de gozar de su enorme capacidad de asombro. Acaba de cumplir 90 años. Letras Libres le dedicó un número especial. A él le debo la más bella de las dedicatorias que un periodista católico puede recibir: “A Jaime Septién, reportero de lo invisible…”.

Siguiendo a Borges diré: que otros se enorgullezcan de los triunfos que han tenido, yo lo hago de los maestros que me han dado amistad inteligente y espiritualidad esperanzada.

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