Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

El reclamo de justicia es uno de los que más se escuchan en los medios de comunicación. La respuesta acartonada a cualquier demanda es que ya se está investigando y que se castigará a los culpables. Al quejoso no le queda más que irse con su dolor a su casa y esperar una justicia que jamás llegará. Entre tanto, los legisladores siguen produciendo leyes y más leyes para justificar el empleo y entorpecer la vida social.

A este propósito, leo una referencia a santo Tomás de Aquino, “de tremenda actualidad”, dice el papa Francisco, en la que nos recuerda que los preceptos dados por Cristo y los apóstoles al Pueblo de Dios, “son poquísimos”, y así deben exigirse los de la Iglesia “para no hacer pesada la vida de los fieles” y convertir la religión en una esclavitud. (cf. EG, 23).

Toda diarrea legislativa es siempre una mala señal, un signo de falta de nutrientes espirituales, sapienciales y humanos; un grave debilitamiento de valores morales, instituciones y gentes pensantes, capaces de sostener en pie, con un esqueleto vertebrado, el cuerpo social. Los invertebrados, en cambio, cubren su cuerpo gelatinoso con un caparazón rígido de normas, preceptos, leyes, reglamentos, o lo que sea, menos con la solidez de principios, autenticidad de valores y buen sentido social. La diarrea verbal esconde la mental y degenera en verborrea legislativa, alejada de la realidad.

Este comportamiento afecta el lenguaje religioso y, en especial, el del cristiano. Un ejemplo. Tanto la Biblia como el Credo cristianos inician con la obra divina: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra”. Todo lo existente o es Creador o es criatura. No hay más, ni puede haberlo. Pero ahora el hombre exalta su propia obra e ignora a la del Creador. Se adueña de la acción de Dios. A toda invención (hallazgo) le llama creación, y así elimina de su horizonte a Dios. Éste, si existe, no hace falta. No lo necesita. Y así, tenemos una retahíla de diosecillos petulantes, pretendiendo adueñarse de “la casa común”, de la humanidad, de su vida y su destino. La “naturaleza” sustituye a la creación.

Todo lo que existe o es Creador o criatura. La criatura se va tornando en natura(leza) en la medida en que, auxiliada por el hombre, va desarrollando sus virtualidades. El “naturalismo” sensato mira hacia el pasado para modificar el futuro y facilitar la vida; al cristiano le corresponde cuidar que este futuro sea el señalado por su Creador, floración maravillosa de su poder y de su amor.

La criatura pensante tiene como primordial deber reconocer a su Creador. Esta es su naturaleza y misión, tarea no impuesta sino de justicia elemental. Este vínculo indisoluble entre criatura y Creador es lo que se llama religión: “Lo sagrado es un elemento de la estructura de la conciencia, no un estadio de la historia de la conciencia. Ser, o llegar a ser hombre, significa ser religioso” (Mircea Eliade). Esta es la “verdad” del hombre, y reconocerla constituye un deber de justicia, no de imposición. Es realizarse como hombre integral, como criatura inteligente. La Biblia le llama “imagen y semejanza” de Dios. Esta es la fuente y origen de su dignidad, y de aquí emanan todos sus “derechos y obligaciones”. Son “derechos humanos”, no porque el hombre los invente ni el estado los conceda, sino porque vienen de Dios. A esta dignidad original corresponde, como deber de justicia, el actuar con responsabilidad, consecuencia de su libertad. Sin esta práctica de la justicia divina, original, religiosa, expresada en los tres primeros mandamientos: Adorar a Dios, respetar su Nombre y rendirle culto, todo el resto del Decálogo se derrumba. Es inoperante reclamar la justicia humana cuando se desprecia la divina. En México, santa María de Guadalupe nos marcó el camino.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de febrero de 2022 No. 1390

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