Por Arturo Zárate Ruiz
Hoy abundan lamentos como éste “Nadie me quiere, todos me odian, mejor me como un gusanito; le corto la cabeza, le saco lo de adentro, ¡qué rico gusanito!”, o como este “Son muy malos conmigo pues no acaban de aceptar ni que hoy soy un oso polar amazónico, ni que mañana seré una ballena tibetana”, o como éste “¡Me discriminan, pues no me permiten ir a los probadores de ropa tras rociarme con aroma de zorrillo!”, o como este “Atentan contra mis derechos, pues no me facilitan el comer tachuelas y luego el tragármelas”. “¡Somos unos marginados”, exclaman en coro.
“Intolerantes” y rechazados
El problema de estos amargados no es que se les rechace o se les margine. Ellos mismos se marginan. Son como el tipo chiflado (y hablo de un caso real) que fue bien recibido en una casa y se le ofreció la mejor comida pero que, al recibirla, la tiró al suelo y la pisoteó, y no sólo eso, sino que se quejó porque no le sirvieron de esa comida de nuevo: “¡Nadie me quiere!”, gritó, como si los de esa casa lo rechazasen a él y no su conducta. De hecho, en la Iglesia jamás se rechaza a un pecador. Lo que se rechaza es su pecado.
Pero muchos quienes se marginan quieren no sólo que les aplaudamos su pecado y les digamos que todo está bien, quieren también que los imitemos y bailemos su tonada. Si no lo hacemos, estos intolerantes nos acusan de intolerantes.
Como si esto no fuera demasiado, quienes se describen del “lado correcto de la historia” y que hoy dominan con su discurso y con muchas leyes injustas el mundo proclaman no sólo como derecho sino como deber la “inclusión”. Con ello significan que ahora en tu casa no sólo deberás incluir gusanitos en tus platillos, significan además que ahora todos tus platillos serán gusanitos. Con ello significan no sólo que desde el jardín de niños se les enseñará en los cursos de nutrición a tus hijos a comer gusanitos, significan además que de ahora en adelante sólo se les enseñará a comer gusanitos. Y se acusará al que no esté de acuerdo de “intolerante”, es más, se le rechazará, se le reducirá al ostracismo o inclusive se le meterá en la cárcel. Sólo él no merecerá la oportunidad de “inclusión”.
Sin lenguaje figurado, he allí, en países “desarrollados”, la cárcel para los médicos que se niegan a practicar el aborto o para quienes rezan el Rosario frente a clínicas abortistas para disuadir a las embarazadas a no matar a sus bebés. O he allí, también en esos países, la prohibición de enseñar en las escuelas que los niños tienen pene y las niñas vulva mientras se les instruye gráficamente sobre las más aberrantes prácticas sexuales, según esto, para “su adecuado desarrollo psico-social”.
Los verdaderos rechazados
En todo esto, los verdaderamente rechazados por el mundo somos nosotros, los católicos. Aunque no es novedad. San Simeón profetizó a la Virgen sobre Jesucristo: “este niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción”. Esta profecía se extiende a todos nosotros, los católicos: somos “signos de contradicción” y en todos los siglos, por lo mismo, hemos sido y seguimos siendo rechazados por el resto de los mortales.
Que no por Dios, y eso debe ser para nosotros una gran alegría.
Es más, Dios no rechazaría ni a los que comen gusanitos o tachuelas de voltear ellos verdaderamente su rostro hacia Él. Su problema no es el rechazo de Dios, ni, por supuesto, el rechazo del mundo. Su problema es la insatisfacción que de cualquier modo sufren al negarse a vivir según los mandamientos del Señor. Estos mandamientos no los promulgó el Altísimo porque sea un mandón. Los promulgó porque su práctica, siempre posible, nos hace mejores personas y, por tanto, más felices. Reconocernos, por ejemplo, uno como hombre y la otra como mujer nos permite el amor esponsal y el fundar correctamente una familia. Quienes se niegan a ello son como quienes compran productos piratas y de muy mala calidad: al final se desilusionan, se enfadan, se rechazan, se marginan, a sí mismos.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de abril de 2022 No. 1398