Por Rodrigo Guerra López, Secretario de la Pontificia Comisión para América Latina
La guerra es la expresión máxima de la cultura de la muerte y del descarte
El romano Flavio Vegecio compuso una obra denominada “Epitoma rei militaris”, hacia el año 390. En ella, se encuentra la frase “si deseas realmente la paz, prepárate para la guerra”. En los tratados clásicos de técnica militar, la guerra suele ser vista como una herramienta para la obtención de la paz. Los argumentos detrás de está lógica son muchos, sin embargo, destaca uno: la condición humana es violenta, las guerras son un “mal necesario” y se realizan para recomponer un cierto orden perdido, para restablecer la “justicia”, para construir un estado de paz pretendidamente mejor que el anterior.
Este aparente “realismo político” está inoculado de una antropología perversa: el ser humano es un Caín permanente, un fratricida pertinaz. Esta antropología más que realista es pesimista y fácilmente entrampa los procesos de paz y de búsqueda de acuerdos.
Paulo VI, siguiendo las huellas de sus predecesores, pensó y actuó basado en un principio radicalmente distinto: “Si, por una fatal hipótesis, la Paz se concibiera como disociada del connatural respeto a la vida, podría imponerse como un triste triunfo de la muerte; (…) Hay que reconocer sin duda el primado de la vida, como valor y condición de la Paz. Esta es la fórmula: «si quieres la Paz, defiende la vida». La vida es el vértice de la Paz. Si la lógica de nuestro actuar parte de la sacralidad de la vida, la guerra, como medio normal y habitual para la afirmación del derecho y, por tanto, de la Paz, queda virtualmente descalificada. La Paz no es sino la superioridad incontestable del derecho y, en definitiva, la feliz celebración de la vida” (1 de enero 1977).
En efecto, la paz se construye animando la cultura de la vida, es decir, el conjunto de condiciones necesarias para que toda vida humana sea reconocida con igual dignidad, y por lo tanto, salvaguardada por el imperativo categórico: “no matarás”. En la actualidad, el Papa Francisco continúa por esta misma senda: “La guerra nunca es el camino”.
La cultura de la muerte y del descarte no nacen por generación espontánea. Los violentos dividen, desconfían y esparcen suspicacias. En lo pequeño, siembran las semillas de destrucción que luego cosechan. Desprecian a todos los que no comparten sus convicciones. Instalados en un pedestal de superioridad moral, miran a los demás con desdén, y a la menor oportunidad, juegan sucio. No saben pensar más que dentro de la lógica del poder. Son rastreros y terminan declarando la obsolescencia del diálogo para así presentarse como “víctimas” que “fueron obligadas” a hacer la guerra. La cultura de la muerte, de este modo, anida en los rincones más oscuros de la personalidad. Anida y se vuelve dinamismo espiral, mimético: “Tú me agredes, pues yo más”.
René Girard agudamente ha descubierto que el ser humano tiende a la “mímesis” violenta, es decir, a imitar el conflicto que le afecta. Por ello, solo Jesucristo puede quebrar la espiral de la violencia. El no sacrifica nada ni a nadie. Se sacrifica a sí mismo, se solidariza con el débil y le ofrece un camino de reconstrucción al agresor. Esto es lo que permite salir de la espiral de la violencia. Es la hipótesis cristiana, que en el momento actual, necesitamos arriesgar.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de marzo de 2022 No. 1394