Por Rodrigo Guerra López*
El 13 de agosto de 1961 el régimen comunista de la República Democrática Alemana inició la edificación del muro que rodeaba la parte oriental de Berlín, aislándola de la sección occidental. Comenzó siendo una valla de alambre que pronto se tornó en algo más sólido y consistente, fabricado con una mezcla de concreto, vigilancia militar e ideología.
Se le llamaba “Antifaschistischer Schutzwall”, la “barrera protectora antifascista”. Su objetivo, evitar la contaminación de occidente e impulsar la construcción de una promisoria nueva sociedad, sin importar la separación de pueblos hermanos.
El muro estuvo en pie hasta el 9 de noviembre de 1989, justo hace 35 años. Se desconoce cuántas personas fueron asesinadas intentando traspasarlo. Muro de ignominia, humillación y segregación. Icono de dolor, muerte y rechazo del otro, que simbolizó que los seres humanos tendemos fácilmente a aplastar la común dignidad y la fraternidad universal en nombre de nuestras ideas, de nuestras diferencias y de nuestros temores.
“El Muro de Berlín sigue siendo el emblema de una cultura de la división que aleja a las personas entre sí y abre el camino al extremismo y a la violencia” ha dicho el Papa Francisco (9 de enero de 2020). Tres años después, el Pontífice ha continuado esta reflexión diciendo que la caída del muro: “abrió nuevas perspectivas de libertad para los pueblos, reunificación de familias y esperanza de una nueva paz mundial después de la Guerra Fría”. Sin embargo, en la actualidad nuevos miedos alzan nuevos muros. “Y del muro a la trinchera el paso es, desgraciadamente, a menudo breve” (12 septiembre 2023).
En efecto, las murallas se construyen cuando las razones para la exclusión eclipsan las razones para la fraternidad y la cooperación. Las murallas son la antitesis de la globalización de la solidaridad y de la construcción de verdadero bien común internacional.
¡Por supuesto que todos deseamos procesos migratorios ordenados, justos y dignos! ¡Nadie está a favor de la apertura indiscriminada de fronteras! Sin embargo, la verdadera justicia brota como respuesta adecuada al reconocimiento de la dignidad de toda persona, independientemente de su origen nacional, de su raza, de su posición económica, de su preferencia política, de su adscripción religiosa o de su coherencia moral. Cuando la dignidad se torna irrelevante como criterio de orden social, la desigualdad emerge, y con ello, el imperio de los violentos.
El único límite auténtico al ejercicio autoritario del poder, es el reconocimiento explícito de la dignidad de toda persona en toda circunstancia. El compromiso con el derecho a la vida se falsea si se construyen monumentos a la cultura del descarte y la exclusión. Francisco es clarísimo a este respecto: “no podemos tolerar ni cerrar los ojos ante ningún tipo de racismo o exclusión y pretender defender la santidad de cada vida humana” (3 de junio 2020). Más aún, “una persona que piensa en construir muros, cualquier muro, y no en construir puentes, no es un cristiano”. “Ese no es el evangelio” (18 febrero 2016).
¡Que fácil es olvidar las lecciones que nos dejan los muros! ¡Que fácil es inventar una narrativa para enemistar sociedades hermanas! En otras palabras, ¡conviene recordar para aprender! Y no porque los nuevos muros sean idénticos a los del pasado, sino porque, como decía Mark Twain, la historia no se repite, pero a menudo rima.
*Secretario de la Pontificia Comisión para América Latina. Artículo publicado originalmente publicado en El Heraldo se reproduce con el permiso del autor.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de noviembre de 2024 No. 1533