Por Arturo Zárate Ruiz
Por supuesto, Dios nos perdona todo si sinceramente nos arrepentimos y le pedimos perdón (hagámoslo en el confesionario). Para Él ya no habrá más ningún registro de nuestras ofensas pasadas y, en ese sentido, las olvidará de manera absoluta, como si jamás hubieran ocurrido.
Pero curiosos, podríamos preguntarnos por qué registra nuestros pecados, si, pensándolo bien, no lo afectan de ningún modo a Él en sí. Está por encima de cualquier cosa que hagamos, aun nuestras buenas obras. Él siempre es perfecto y no le podemos añadir o quitar nada.
Aun así, hay otros sí afectados. De emborracharnos y conducir un auto, seríamos un peligro al volante. Podríamos incluso matar a alguien. Es más, aunque ningún prójimo se vea afectado por nuestra borrachera, ésta de algún modo u otro nos hace daño, cuando menos una gran jaqueca.
Dios es todo Amor. Y no quiere el mal para ninguno de nosotros; quiere nuestro bien, aun lo mejor para todos sus hijos.
Pero como buen Padre que es, sabe que nuestro bien no lo disfrutaremos con permisividad, con apapachos de un pésimo papi consentidor. Por ello, su misericordia consiste en ayudarnos a salir de nuestras miserias, no el hacerse como que no las ve, no decirnos que todo está bien. Como el mejor Padre, nos corrige y aun castiga. Quiere nuestra conversión. Esa es su verdadera misericordia.
Aun entre nosotros, imperfectos padres, eso es verdadera misericordia. No le damos más pastelitos al hijo gordito que lloriquea porque su Gansito no tenía más azúcar, lo ponemos a dieta. No le compramos otro coche al hijo que acaba de estrellarlo por pasársele las copas, le quitamos las llaves de todo auto y su licencia de conducir. No le damos dinero al hijo que no quiere estudiar para que se vaya de vacaciones, lo ayudamos a estudiar y, si no lo hace, lo ponemos a trabajar. No le aplaudimos al que nos insulta con sus palabrotas, lo dejamos sin comer esa noche o, si el asunto es grave, le ponemos chile en la boca (eso hacía mi madre con nosotros).
Dejémosle al diablo los aplausos. Él sí quiere que sigamos por el despeñadero. No así Dios misericordioso. Él, porque tiene inmensa compasión por nosotros y por nuestras miserias, se esforzará por sacarnos de ellas.
Ya lo hizo desde la Cruz, que es la fuente de su gracia.
Pero esa gracia, que es perdón, tenemos que abrazarla con nuestra conversión.
Y esta conversión resulta muchas veces difícil por estar nosotros ya habituados, aun empantanados en el pecado. Al alcohólico le es muy duro renunciar a las copas, inclusive cuando asista a grupos de apoyo como los AA. Al mentiroso, complicadísimo ya no digo decir sino aun aceptar la verdad. El bígamo, con hijos con distintas señoras, habrá de poner a un lado la ilegítima sin descuidar a ninguno de su progenie. El ladrón, como Zaqueo, que devuelva el dinero robado, aun cuando al hacerlo se ponga en evidencia y arriesgue ir a prisión. El asesino no puede ya devolverles la vida a sus víctimas. Que al menos indemnice a sus deudos y expíe su crimen en la cárcel.
Hay un millón de cosas que no podremos ya corregir, como le ocurrió al chismoso que san Felipe Neri le pidió, como penitencia, desplumar una gallina por todo el pueblo y luego recoger cada una de esas plumas que ya se había llevado el viento. Imposible.
Pero no hay nada imposible para Dios. Los medios usuales que nos ofrece en tiempos de penitencia, como lo es ahora el Adviento, son la oración, el ayuno y las obras de misericordia. Pongámoslas en práctica todos estos días, e inclusive todo el año, que no hacen ningún daño, antes bien, nos purifican.
Dios, que nos ama mucho, nos quiere limpios para que asistamos hermosos a la gran fiesta que habrá en el Cielo. Por ello, también muchos habremos de pasar antes, una vez perdonados tras arrepentirnos, por el Purgatorio. No es venganza de un Dios furioso, iracundo. Es la purificación que nos falta, un buen baño que, en este caso, como buena Madre nos da para que lleguemos oliendo bonito y bien vestiditos al festejo en que seremos eternamente felices.