Por Arturo Zárate Ruiz

En cursos de periodismo nos explican que los insultos no sólo son inmorales sino inclusive prohibidos por la ley. Nos advierten, además, que consisten no sólo en injurias (palabrotas) y calumnias (o mentiras), también en difamaciones o la divulgación indebida de verdades deshonrosas, por ejemplo, difundir en televisión cómo el vecino se tropezó y cayó de bruces. No es éste un asunto público, sino privado.

Podría decirse que quien insulta es quien se rebaja, no el insultado. Y hay mucho de cierto en eso. Pero no deja de ser palpable, en los asuntos humanos, que quien es insultado vea dañada su reputación, y eso lo perjudica socialmente a él y sus próximos. Por eso la prohibición.

Con todo, a veces podríamos preguntarnos por qué Dios detesta la blasfemia, los insultos contra Él. ¿En qué pueden afectarle, si, siendo perfecto, nada, ni la peor de nuestras groserías, puede restarle a su grandeza? De hecho, tampoco nuestras alabanzas le agregan nada. No las necesita ni nos necesita para sí. Él se basta. Él es la suma Verdad, Bondad y Belleza misma, y lo es desde toda la eternidad para siempre. En Él, no hay ya ningún más que le falte, ni ningún menos que pudiese sufrir.

Dios la prohíbe la blasfemia

Hay varias razones para la prohibición suya de la blasfemia y, en general, del pecado.

Primero, los insultos contra Él afectan a su pueblo. No pocas persecuciones ha sufrido la Iglesia tras sus enemigos despotricar contra Dios, por ejemplo, cuando los comunistas y ateos lo presentan como “opio”, o cuando los musulmanes, arrianos y similares niegan la divinidad de Jesucristo. Cuando insultan así a Dios, es su Iglesia la que sufre, y con muchos mártires.

Segundo, Dios no quiere que quienes lo insultan y, en general, quienes pecan se pierdan. De hecho, si Dios no puede jamás padecer por su trascendencia, sí se compadece de cada uno de nosotros. Por eso murió por nosotros en la Cruz, para que nos salvemos. Cada vez que blasfemamos o, en general, pecamos, rechazamos el poder salvífico de su Sangre, y, si no nos arrepentimos, nos perderemos.

Hay una tercera razón que quiero subrayar. Por lo regular los mandamientos de Dios no ordenan lo que debemos hacer, sino lo que no debemos hacer para evitar perdernos: no matar, no robar, no fornicar, etc., por eso el no tomar el nombre de Dios en vano, lo que incluye el no blasfemar. Ésos son los mínimos para no ir al Infierno. Pero nuestra meta es el Cielo y allí nuestro gozo no consistirá en simplemente evitar el no odiar y evitar el no ser egoístas. Nuestro gozo consistirá amar, amar, amar, y hacerlo henchidos con el Espíritu de Dios, sin límite.

Así, nuestro ir al Cielo no se puede reducir a no blasfemar. Consistirá en prorrumpir en alabanzas, bendiciones y acciones de gracias a Dios. Y no es que Dios requiera de nuestros aplausos. Como dije, Él se basta. Es que nuestro gozo ante Dios consistirá en un interrumpido estallido de alegría. Y lo que quiere Dios es nuestro gozo sin fin.

Pero para gozar hay que prepararnos a hacerlo en esta vida.

Por ejemplo, monseñor Pope, de la Arquidiócesis de Washington, relata el caso de una feligresa muy buena, muy propia en todo, pero racista. No le gustaba sentarse, durante la misa, junto a personas de “color”. El padre Pope le advirtió entonces que, si continuaba obrando así, no entraría ella al Cielo pues, de no querer sentarse ahora con gente de “color”, tampoco lo querrá hacer allá en la Gloria, donde son admitidos, por supuesto, hombres y mujeres de todas las naciones y todas las razas. Dios, añadió el sacerdote, no podría forzarla a sufrir ese “disgusto”.

Del mismo modo, Dios no puede forzar a los blasfemos al “disgusto” de alabarlo, ni al pecador forzarlo al “enfado” de amar y portarse bien. Para evitar dichas “contrariedades” está el Infierno, para quien prefiera ir allí.

Por tanto, los que queramos ir al Cielo no sólo no blasfememos ni pequemos, alabemos a Dios, amémoslo a Él y al prójimo, portémonos bien. Entonces estaremos preparados para gozar sin interrupción de la Gloria, del Paraíso, del mismo Dios.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 16 de octubre de 2022 No. 1423

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