Por Arturo Zárate Ruiz
Por muchas razones los católicos estudiamos las ciencias y las artes. Quiero destacar una: echan luz a nuestra fe. San Agustín en su libro La Doctrina Cristiana nos dice:
“La ignorancia de las cosas… oscurece las expresiones figurativas, como cuando no conocemos la naturaleza de los animales, minerales o plantas, a los que las Escrituras se refieren con frecuencia a modo de comparación. El hecho tan conocido de la serpiente, por ejemplo, que para proteger su cabeza presentará todo su cuerpo a sus agresores, ¡cuánta luz arroja sobre el significado del mandato de nuestro Señor, que seamos astutos como serpientes!”
Y san Agustín insiste: “La medicina, la agricultura y la navegación; o aquellas [artes] cuyo único resultado es una acción, como la danza, las carreras y la lucha… con estas artes hay que adquirir un conocimiento… para que no ignoremos por completo lo que la Escritura quiere transmitir cuando emplea figuras retóricas derivadas” de ellas.
Hoy muchos estudios arqueológicos no sólo iluminan nuestra fe, también confirman las Escrituras, por ejemplo, según informa Clifford Wilson, “tras el descubrimiento de la biblioteca de Ugarit, ha quedado claro que los Salmos de David deben datarse en su época y no en el periodo macabeo, 800 años más tarde, como han afirmado los críticos”.
Ahora bien, si las ciencias y las artes humanas nos ayudan a entender mejor nuestra fe, la fe enriquece nuestro conocimiento de las cosas, más allá de lo que la pura razón podría informarnos. De hecho, muchos conocimientos que creyentes y no creyentes gozamos hoy no los adquirimos por ciencias puramente humanas sino por la luz de la fe.
He allí el lema de los revolucionarios franceses: Liberté, Égalité, Fraternité. Lo proclamaron como si estos bienes fueran un descubrimiento o invento suyo. Pero pertenecen de hecho al cristianismo y sabemos de ellos por la fe.
Desde la limitada perspectiva científica actual, somos simple materia, y la materia no es más que un montón de átomos que responden mecánicamente a impulsos eléctricos.
Desde esta misma perspectiva, los humanos por tanto nos comportamos no libremente sino por impulsos químicos de nuestro organismo. Es por la reflexión filosófica de siglos, principalmente católica, que hemos ido aprendiendo qué es la libertad y qué son los derechos humanos. Muy antes que los revolucionarios franceses, se condenó la esclavitud en universidades católicas y en proclamas papales. San Pablo lo hizo en su epístola a Filemón. Y fue el santo de Tarso quien la definió en su sentido radical: “Para que seamos libres, nos ha liberado Cristo”, una libertad que derrota al demonio, el pecado y la muerte. Sin esta radicalidad, la libertad pierde su sentido, como bien lo entendieron ateos consecuentes, como Jean-Paul Sartre en El ser y la nada.
Sobre la igualdad, la ciencia actual no puede afirmarla; dice cuando mucho que compartimos hasta cierto punto un código genético; imposible que reconozca en la dignidad humana la base de la igualdad. Es por fe que afirmamos, con san Pablo, “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”, y a través de Jesús, hijos de Dios, príncipes del Cielo. Y es por fe que podemos entender bien esa igualdad, pues entre los cristianos no se anula la diversidad (como ocurre con los comunistas), ni se extiende nuestra dignidad a todas las criaturas (como pretenden los animalistas, aunque sólo defienden con ardor los huevos de gallina, no los humanos).
Ahora, eso de la fraternidad resultaría insulto si nos quedamos con las ciencias. Decirle hermano al vecino sería grosero para nuestras mamás. Somos hermanos porque somos hijos de un mismo Padre, Dios, y eso lo sabemos por la fe.
Un ejemplo final, aunque haya muchos: ningún gobernante hoy ocupa su puesto presumiendo que, porque es jefe, nosotros somos sus súbditos servidores. Tal vez actúe como tirano, pero debe presentarse a la población como un servidor público porque aun Dios vino al mundo no a ser servido sino a servir, lo cual lo sabemos por el esplendor de la fe.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de mayo de 2022 No. 1401