Por P. Fernando Pascual
Las mentiras siempre han existido. Además, han encontrado una amplia acogida en importantes medios de comunicación. Por desgracia, se hacen mucho más frecuentes cuando estalla una guerra.
Así, un medio informativo habla de victorias de unos y derrotas de otros. Otro medio dice todo lo contrario. Unos acusan a los de lazo blanco de violencias sobre civiles. Otros acusan a los del lazo amarillo de crímenes de guerra.
Las peores mentiras son las que están mezcladas con verdades, porque pueden provocar dos reacciones en los lectores. La primera: creer que todo es falso, porque algunos datos eran falsos. La segunda: creer que todo es verdadero porque algunos datos eran verdaderos…
No resulta fácil moverse entre mentiras, porque ellas cierran el paso a la verdad y oscurecen las posibilidades de comprender un poco mejor el mundo en el que vivimos y las acciones y omisiones de quienes buscan dirigir los destinos humanos.
Ante tantas mentiras y engaños, se impone un esfuerzo serio para separar el grano de la paja, para reconocer la verdad aunque la diga un mentiroso, y para denunciar la mentira aunque la diga aquel hacia el que sentimos simpatía.
Ese esfuerzo no siempre logrará el resultado esperado, pues más de una vez llegaremos a considerar como falso lo que era verdadero, y confundiremos como verdad lo que era engaño y manipulación.
Pero al menos tendremos mejores posibilidades para no caer en la trampa de las mentiras, que consiste en impulsar a la gente a simpatizar con unos y a odiar a otros, a comprar cosas inútiles o a invertir en lo que luego puede arruinarnos.
En el mundo hay una mezcla continua entre grandeza y miseria, valor y cobardía, justicia e injusticia, honestidad y engaño. En ese mundo, con una buena dosis de prudencia, podremos identificar lo bueno, aunque no esté donde lo esperábamos; y lo malo, aunque nos sorprenda encontrarlo entre quienes creíamos buenos.
Luego, cuando la niebla de la mentira se haga más densa, aprenderemos a esperar que el viento disipe falsedades, y a no formular juicios precipitados que no pueden ser válidos por estar fundados sobre arenas movedizas y espejismos que encandilan.
Sobre todo, aprenderemos a reconocer que el único Juez que conoce por completo los corazones humanos es Dios. Ese Dios nos invita continuamente a vivir en la verdad para, así, promover un mundo un poco más justo y más solidario.
Imagen de Gerd Altmann en Pixabay