Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

El mundo que se busca y se anhela, parece que no es tan feliz. Los seres que amamos, muchos ya no están cerca de nosotros: son a veces solo un recuerdo nostálgico de los que ya no viven entre nosotros.

Vivimos en el mundo hiperinformado, altamente tecnificado, y sin embargo, parece que la vida humana está bajo el signo de la muerte: las guerras absurdas, que no son historias dolorosas del pasado sino el presente de los que se empeñan en luchar por un fracaso, sembrando dolor y lágrimas, destruyendo familias, destrozando lo más sagrado: las vidas humanas; o la muerte sembrada por el narcotráfico o el crimen rapaz.

A veces percibimos un mundo como el descrito por Franz Kafka ( 1883-1924), quien nos ofrece a través de sus obras, como ‘El Castillo’, ‘La Metamorfosis’ y otras, una mitología de la desesperación y del absurdo. En palabras de Charles Moeller, en tónica kafkiana: ‘Es imposible vivir, es imposible no vivir; somos inocentes y, sin embargo, culpables; debemos justificarnos, pero no podemos hacerlo; debemos asentarnos en un suelo, en una patria, encontrar una ley, y sin embargo, no lo conseguimos nunca…’

Muchos carecen de esperanza; hay quienes aspiran a la muerte. Cada vez más se encuentra una humanidad aburrida y vacía; o en palabras de Sartre, ‘en los caminos de la libertad’, ‘los héroes son todos seres sin familia, sin fe, sin patria, sin deberes ni amor verdaderos, hombres tristemente libres’.

Ante la desesperanza y el absurdo, la Palabra de Dios, nos abre a la esperanza ‘de los cielos nuevos y la tierra nueva’, en donde ‘serán enjugadas de nuestros ojos toda lágrima’. No podemos darnos el lujo de rechazar esta Palabra porque se nos puede considerar indignos de la vida eterna (cf Hch 13, 14.43-52). Nuestra vida es preciosa a los ojos de Dios. Somos amados ‘con amor eterno’.

Cristo Jesús es ‘la gloria que esperamos’ (Col 1, 27). Quien cree en él, tiene la vida eterna; quien ‘como de su carne’,-la Eucaristía, tiene la vida eterna ( cf Jn 6, 47-54). Si aceptamos ser ‘ovejas de su rebaño, escucharemos su voz, él nos da la vida eterna (cf Jn 10, 27-30).

Las palabras de una gran mística francesa e hija de Santa Teresa de Jesús, la beata Isabel de la Trinidad, nos iluminan y nos llenan de una gran paz interior: ‘He encontrado el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en mi alma’.

Ante el ‘Castillo’ desesperante y absurdo de Kafka, están ‘Las Moradas  del ‘Castillo Interior’ de Santa Teresa, quien nos enseña a vivir el proceso de la suma experiencia mística, hasta  llegar a su séptima morada, para gustar y saborear la presencia de la Santísima Trinidad en nosotros; el ser conscientes de la presencia que se llama de ‘inhabitación’ de Dios uno y trino en nosotros y de nosotros en Dios, -diríamos de mutua inhabitación;  el poder tener esas relaciones interpersonales e inefables, con cada una de las divinas personas: experimentar a modo sobrenatural,-a modo divino,  como el Padre nos engendra permanentemente en el Hijo; cómo en el Hijo poseemos el amor y el conocimiento del Padre; cómo el Espíritu Santo, nos lleva a vivir ‘a modo divino’, la misma vida de Dios, que es ya la vida eterna.

Podemos formar parte de esa multitud que está ante el trono de Dios y del Cordero, que también es el Pastor, y que nos conduce a las fuentes del agua de la vida ( cf Ap 7, 9 14b-17).

En virtud de la pasión, la muerte y la resurrección del Señor ya podemos desde ahora, por anticipación, gozar de la vida eterna por sus sacramentos en la Iglesia y vivir el proceso de conversión a través de la vida de oración como gracia del mismo Espíritu Santo.

Imagen de Pete Linforth en Pixabay

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