Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
El ser humano contemporáneo vive la fascinación de lo nuevo, de lo actual. A veces menosprecia el pasado y vive una confusión entre los logros tecnológicos y la ética, sumado al olvido o la infravaloración de la vida después de esta vida; propiamente, de la vida eterna.
No se vive en la conciencia del ‘más allá’, de lo perecedero y de lo visible. Se ha perdido el anhelo de la vida eterna.
Quizá no exista mayor insensatez que prescindir de ese horizonte de vida eterna al cual apunta esencialmente toda persona humana. Nada nos colma. Tenemos esa sed de la verdad, de la bondad, belleza, del amor y de la justicia, plenos. Existe ese anhelo de infinito; y un deseo natural como es éste, no puede ser vano y sin sentido, en la línea del pensamiento de santo Tomás de Aquino o como apunta certeramente san Agustín en las Confesiones, ‘nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta no descansar en ti’( L 1, c 1, nº 1).
Jesús en el evangelio, (Mt 25, 1-13), a través de la parábola de las vírgenes necias y previsoras, nos invita a la vigilante y sensata espera ‘al banquete de bodas’, símbolo de la fiesta sin fin de Dios en la vida eterna y de toda la humanidad invitada.
Espera que debe entenderse de la esperanza responsable que, con la fe como adhesión a Cristo resucitado, se vive con la lámpara encendida de la ardiente y luminosa caridad. Fe, esperanza y caridad, la tríada sublime, que superan toda mediocridad, pasividad, tristeza y desaliento.
La esperanza vinculada al amor incandescente supera todo egoísmo, aburrimientos y las crisis a las cuales está permanente inmersa la humanidad como las guerras, la destrucción de las familias, la pérdida suicida del sentido de la vida.
La sobreabundancia del amor,-periseuo, periseuse, nos lleva a luchar, lejos de medianías y de esa postura tibia que aflora frecuentemente en los labios de aquellos que dicen ‘eso no me toca’, como si el ‘amor de Cristo no nos urgiera’.
Desgasta la insensatez de considerar en una visión pesimista, escéptica e inútil, que todo está mal; se espera un mundo feliz a nuestro entero gusto, pero sin ese esfuerzo personal y constante, sin desgaste; lucha por colaborar con Cristo Jesús en conseguir ‘los cielos nuevos y la tierra nueva’. El Señor espera nuestra aportación y colaboración.
No existe mayor infantilismo que esperar que se nos dé todo hecho y puesto en la boquita, sin esfuerzo de nuestra parte.
El motor del dinamismo de los santos y de los próceres que buscaron un mundo mejor, ha sido la esperanza sensata y operativa, constante y combativa, muchos en el horizonte de la vida eterna.
Ante la postura pesimista y sin sentido de aquellos antiguos que consideran ‘¡Qué pronto recaemos de la nada a la nada!’ ,-In nihil ab nihilo quam cito recidimus’,- cita de Benedicto XVI en ‘Spes Salvi’ 2 ( Corpus Incriptionum Latinarum vol. VI nº 26003), está la esperanza feliz que nos vincula a Dios Creador y a Cristo Redentor, que nos creó de la nada y nos ha destinado a la vida eterna gozosa, donde ya no habrá tristeza, ni dolor; Cristo ha vencido a la muerte: ‘La muerte ha sido vencida por la victoria ¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde esta muerte tu aguijón?’ (1 Cor 15, 54-55); ‘Si hemos muerto con él, también viviremos con él’ ( 2 Tim 2, 11).
Valdría la pena leer o releer esta encíclica de Benedicto XVI ‘Spes Salvi’ facit sumus, –en la esperanza fuimos salvados (Rm 8,24), para conocer mejor la grandeza y sensatez de nuestra esperanza.