Por P. Fernando Pascual
Empieza un nuevo día. Mentalmente planeamos lo que vamos a hacer en las próximas horas.
Muchas actividades serán ordinarias, sencillas, sin transcendencia: preparar el desayuno, limpiar la habitación, lavar ropa, ir al trabajo, saludar a los conocidos.
Otras veces el día permite escoger entre opciones diferentes. Quedarse en casa o ir de excursión. Ver una película u otra. Visitar a un familiar enfermo o salir de compras.
Al planificar un nuevo día distinguimos entre lo que es “obligatorio”, fijo, constante, y lo que podemos elegir desde deseos que surgen libremente en nuestros corazones.
En ocasiones, podemos hacer un pequeño ejercicio con la imaginación para ver lo ordinario como si fuera algo “elegido”, realizado con el gusto y la ilusión de quien pone por obra lo que ama.
Así, lavar la ropa resultará menos pesado, porque lo haremos como si fuera un pequeño juego, o un rato de descanso, incluso una actividad que nos gusta, aunque la rutina nos la presente como aburrida o sin sentido.
Cuando contamos con tiempo disponible para escoger diversas opciones en libertad, nos ayudaría mucho ver cada opción no desde el ángulo del “me gusta, no me gusta”, sino desde una perspectiva maravillosa: la del amor.
Entonces, ante las opciones libres podremos identificar aquellas que nos permitan acercarnos a un familiar al que hemos dejado de lado, o visitar a un antiguo amigo en problemas, o simplemente disfrutar un juego todos juntos en familia.
En el horizonte del plan para este día, resulta posible encontrar a Alguien que da sentido a todo, lo ordinario y lo festivo, lo obligatorio y lo escogido libremente: un Dios que es Padre, que ama a cada uno de sus hijos, que desea lo mejor para todos.
Ese Dios me concede este nuevo día. Al planificarlo, al imaginar lo que escogeré y lo que me parece “impuesto” por los deberes de la vida, seré capaz de darme cuenta de que todo momento, por pequeño e insignificante que parezca, puede convertirse en una ocasión para dejarme amar y para amar…
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