Por Jaime Septién
El lunes 20 de junio un hombre entró corriendo al pequeño templo de Cerocahui, en la Sierra Tarahumara. Iba perseguido –dicen—por un personaje llamado “El Chueco”. Uno de esos personajes terribles que han crecido a la sombra de la ineptitud de los gobiernos estatales y, desde luego, del gobierno federal.
“El Chueco” controla la tala clandestina. Es su “negocio”. Y rarámuri que se le oponga, tiene dos salidas: o el destierro o el entierro. El hombre al que iban persiguiendo, recordó que los jesuitas –misioneros históricos en la Tarahumara—siempre lo habían protegido. En efecto, dos padres jesuitas lo atendieron. Llegaron los sicarios y los mataron a los tres. Lo de siempre en este país de brutal y despiadada violencia. Aunque se tengan “otros datos”.
Eran en vida los jesuitas Joaquín Mora y Javier Campos. Dos hombres entregados a la asistencia espiritual, social y amorosa de los indígenas rarámuris. Yo fui discípulo del padre Mora cuando éste tenía pocos años de ordenado. En el Instituto Cultural Tampico. Era un sacerdote paciente, incluso místico. Ni un rastro de maledicencia había en su plática. Pausado y ceremonioso, bueno, aguantaba las tonterías de los mozalbetes que éramos en aquel entonces.
Hoy yace en algún lugar de la Tarahumara. Junto con su hermano, el padre Campos. Y la víctima anónima que intentó cobijarse en el templo. Se llevaron los tres cuerpos. Para tirarlos por ahí, en alguna hondonada inaccesible. Los asesinos tienen garantizada la impunidad. Si nueve de cada diez crímenes quedan sin llevar a la justicia al victimario; diez de cada diez crímenes contra sacerdotes o indígenas se pierden en el tiempo, con los asesinos “dados a la fuga”.
Ya se nos acabó el llanto. Lo único que nos queda es la rabia. ¿A dónde vamos a llegar con tanta sangre inocente? No: el pueblo mexicano no está “feliz, feliz, feliz”. Está triste y muy atemorizado. ¿Quién sigue, señores gobernantes?
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 26 de junio de 2022 No. 1407