La Palabra de Dios, hablando del inicio del ministerio público de san Juan el Bautista, dice de él:

“Llevaba Juan un vestido de pelo de camello con un cinturón de cuero a la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestre” (Mateo 3, 4).

Aquí langosta no se refiere al crustáceo marino de gran tamaño, sino al insecto de dos pares de alas y con patas posteriores adaptadas para el salto. Precisamente un nombre común para este animal es el de saltamontes, aunque, según el país o la región, puede tener muchos otros nombres: saltapajas, saltaprados, saltabarrancos, saltaricón, cigarrón, chapulín, etc.

En la Biblia la langosta aparece 46 veces: 41 en el Antiguo Testamento y 5 en el Nuevo Testamento.

En el libro del Levítico (11, 20) la ley de Moisés da permiso de comer todo insecto “que anda sobre cuatro patas y que tuviere piernas además de sus patas para saltar con ellas sobre la tierra”, y describe los siguientes: “De ellos podréis comer: la langosta en sus diversas especies y toda clase de solam, de jargol y de jagab”. Suele traducirse solam por langostín o por langosta calva, jargol por grillo, y jagab por saltamontes.

Salvo por el caso de los grillos, los otros insectos comestibles de las Sagradas Escrituras serían todos de la familia de los saltamontes o langostas, si bien es necesario hacer una aclaración desde la biología:

Si este insecto disfruta de una vida tranquila y solitaria, alimentándose lenta y discretamente de hierba, se dice que está en fase de saltamontes.

Pero en ciertas circunstancias, al entra en contacto con otros saltamontes, se torna en la fase gregaria de langosta, en la cual experimenta modificaciones no sólo en su apariencia sino en su comportamiento y hábitos.

Al convertirse en langosta, desarrolla alas más fuertes y un hambre insaciable, y con los otros individuos forma grandes enjambres de hasta diez kilómetros cuadrados, con una densidad promedio de 50 saltamontes por metro cúbico.

Convertidos en una plaga voladora y migratoria (se mueven hasta 145 kilómetros por día), las langostas devastan los cultivos y toda vegetación que se cruza por su camino. Un pequeño enjambre que cubra un kilómetro cuadrado consume en un solo día lo misma que 35 mil personas. Y al ir avanzando, si las langostas terminan en el mar, sin ninguna otra fuente alimenticia, se comen unas a otras.

En Joel 2, 5-9 así se les describe: “Como estrépito de carros, por las cimas de los montes saltan, como el crepitar de la llama de fuego que devora hojarasca; ¡como un pueblo poderoso en orden de batalla!

“Ante él se estremecen los pueblos, todos los rostros mudan de color. Corren como bravos, como guerreros escalan las murallas; cada uno va por su camino, y no intercambian su ruta. (…) . Sobre la ciudad se precipitan, corren por la muralla, hasta las casas suben, a través de las ventanas entran como ladrones”.

¿Pero, qué tal si, cuando las langostas se convierten en una amenaza para la seguridad alimentaria, se le da vuelta al asunto y se transforma a estos insectos en comida para humanos? Eso hicieron, por ejemplo, los antiguos asirios; y, hasta la fecha, hay quienes preparan las langostas trituradas y mezcladas con harina y agua para hacer pasteles, o asadas o estofadas en mantequilla.

TEMA DE LA SEMANA: “LA ALIMENTACIÓN DE AYER PUEDE SER LA DE MAÑANA”

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de mayo de 2022 No. 1403

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