Por Rodrigo Guerra López
La protección constitucional del llamado “derecho al aborto” cayó el pasado viernes en los Estados Unidos. Con seis votos a favor y tres en contra, la Suprema Corte deroga el parámetro normativo más importante para permitir la práctica del aborto a nivel federal. Los estados de la unión americana podrán resolver en su propio ámbito si se permite o no el aborto, mientras no exista una ley – votada en el senado – que reconozca de manera plena la condición personal del embrión humano a partir de la fecundación.
Una gran cantidad de actores se han expresado de inmediato, ya sea celebrando la histórica modificación, ya sea lamentándose por ella.
La Iglesia católica de inmediato se ha manifestado a favor del cambio constitucional. La Pontificia Academia por la Vida (Vaticano), la Conferencia de obispos de los Estados Unidos, los Lardenales Cupich, O´Malley y Gregory, y la Compañía de Jesús, entre otros, han reconocido que este cambio se debe a la larga lucha a favor del derecho a la vida que durante años se ha realizado y en la que la Iglesia católica ha ocupado un lugar destacado.
En efecto, la Iglesia defiende el derecho a la vida de toda persona en cualquier etapa de su desarrollo. Esta defensa no sólo se basa en razones teológicas, como la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios, sino por razones estrictamente de orden científico: existe evidencia sobre la suficiencia constitucional del embrión humano desde la singamia que permite reconocerlo como auténtico sujeto de derechos, es decir, como persona. Con esta certeza, los católicos afirmamos que la dignidad de la vida humana no puede ser regateada a nadie. Por ello, tan perverso es no reconocer plena dignidad a un niño que está por nacer, como a una mujer con un embarazo involuntario; tan errado es el crimen del aborto como la pena de muerte; tan viciado es excluir la vida humana naciente, como despreciar a alguien por razón de su raza, de su condición migratoria o de su situación económica.
El Papa Francisco ha sido clarísimo a este respecto: toda persona, en cualquier grado de desarrollo, es sujeto con dignidad y derechos plenos. Más aún, una auténtica cultura de la vida se expande al respeto y cuidado del valor de los seres no-personales que integran nuestro medio ambiente natural. Todo está conectado. Todo es interdependiente.
Por supuesto, quienes al interior de la Iglesia católica han colocado entre paréntesis al Papa Francisco, con facilidad buscan manipular el verdadero compromiso pro-vida y lo instrumentalizan para fines ideológicos malsanos. La causa pro-vida se torna ideológica cuando no reconoce las deficiencias antropológicas del pensamiento neoliberal, cuando legitima la pena de muerte, cuando se vuelve cómplice de quienes promueven el no-reconocimiento pleno de los derechos humanos de los migrantes, o cuando se prescinde, en la vida personal y en la perspectiva estratégica, de la necesaria conversión ecológica y de la opción real por los más pobres y excluidos.
La verdadera pasión por defender la dignidad de la vida humana atraviesa por el abandono de la fácil vida burguesa y el redescubrimiento alegre de la nueva libertad que trae el reconocer, más allá de las ideas, a todo ser humano como un auténtico hermano, del que soy verdaderamente responsable.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de julio de 2022 No. 1408