Por Jaime Septién
Aquello que cantaba José Alfredo Jiménez en “Caminos de Guanajuato”, que “la vida no vale nada”, se ha vuelto una horrible costumbre en nuestro atribulado México. Cada día aumenta el número de ejecutados, crímenes contra mujeres, contra niños, contra sacerdotes, contra civiles que se negaron a pagar el “derecho de piso”, contra humildes vendedores callejeros, contra quien se oponga a la fuerza bruta del crimen.
¿Qué ha provocado este desprecio por la vida? El haber expulsado a Cristo de todos los asuntos públicos, lo cual conduce a la deshumanización del hombre y a la barbarie en que estamos metidos en nuestro país. Cuando el otro deja de ser hermano en Cristo, hijo de Dios, pasa a ser un enemigo. Los videos (confieso que no he visto ninguno, pero sé que existen) de los narcos torturando y matando a sus “rivales”, festejando el dolor y la muerte, son muestra de hasta dónde ha llegado la inconsciencia en estas personas embrutecidas por la incapacidad de los gobiernos de conducir al ciudadano hacia la construcción de una sociedad civilizada (en la que nadie humille a nadie).
Eliminar a Cristo fue parte del “programa” de los totalitarismos. Ya lo pedía Pierre-Joseph Proudhon en 1843: expulsar a Cristo del camino de la historia, de la mente, de la cotidianidad, es la única forma de acceder al progreso social. En México, por diferentes medios, se ha seguido este procedimiento, dizque moderno, y ya vemos sus resultados. La única revolución posible -la única transformación verdadera— es la que proviene de un corazón manso y humilde, a imitación del Sagrado Corazón de Jesús. Lo demás es ideología. Y, como repite una y otra vez el Papa Francisco, las ideologías (más las populistas, que hacen al caudillo un dios) terminan mal, en el basurero de la historia. Y con muchos crímenes en su haber.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de julio de 2022 No. 1408