Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

En general, el hombre religioso acostumbra invocar o decir “Dios” en numerosos acontecimientos de su vida. Sucede que hasta los ateos lo suelen nombrar. Por eso quizás sea provechoso preguntarnos, nosotros los creyentes, qué queremos decir cuando decimos Dios; pues muchas de las imágenes que tenemos de Dios, las hemos fabricado en nuestra imaginación o tomado de nuestro entorno según las experiencias que hayamos tenido en la vida. Queremos poner un poco de sentido a esas expresiones para dar a quien nombramos el respeto que merece.

Los católicos tenemos en la Biblia la revelación maravillosa de Dios. Él mismo nos ha dado a conocer su nombre, lo cual debemos agradecer. Este hecho singular no nos excusa, al contrario, nos apremia a purificar nuestra imagen de Dios.

Las imágenes de Dios que nos ofrece la Biblia, van cambiando según la época en que se escribió. La Biblia es un libro vivo y presenta una evolución interna in crescendo. En la época remota de los patriarcas, a Dios se le llama el Montañés, el Altísimo, el Todopoderoso, el Señor de los ejércitos (celestiales), el Santo; posteriormente, se va personalizando como El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de los Padres, hasta el punto que el pueblo de Israel llega a intercambiar con Él vida y apellido: “Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios”. Cada uno se define por su contraparte.

Finalmente, esta personalización se hará personificación en Jesucristo, quien nos revela a Dios como Padre suyo y de todos los que crean en él. Esta es la imagen preferida tanto para Jesús como para nosotros. Procede de la misma boca y experiencia de Jesús. Es un regalo infinito, que exige un comportamiento nuestro sagrado, pues la imagen que tenemos de nuestro padre terreno puede desnaturalizar al Padre del cielo. Numerosos pequeños sufren esta decepción con grave detrimento de su fe.

Quien dice no creer en Dios, acusa, culpable o inculpablemente, una imagen equivocada de Dios. Hechos. Refundida en la sacristía de un templo yacía una imagen del Sagrado Corazón. El nuevo párroco pidió al sacristán que se la acercara para limpiarla; se sorprendió cuando vio el pecho perforado a balazos. El sacristán le explicó que el templo había sido ocupado por soldados, y que su papá, entonces sacristán como él, le contó que el capitán de la tropa le preguntó quién era ese mono del altar; el sacristán, hombre sencillo y creyente, le respondió: -Es Dios. Reaccionó el general, y le dijo: -Pues yo reto a Dios. Si es Dios, que me mate primero. Y apuntó; como nada pasaba, le disparó. El humilde sacristán, cuando llegó a su casa, contó a sus hijos lo sucedido. Su comentario fue: ¿Qué creía ese tipo que Dios le iba a cumplir su gusto?

Esta respuesta vale por toda una catequesis. Muchas dificultades de los autollamados enemigos de Dios piensan, como el general, que Dios se iba a poner al tú por tú con él. ¡La imagen de Dios que tenía era la propia, cuando se miraba en el espejo, empistolado! El primer cosmonauta ruso se jactaba de no haber encontrado a Dios en el espacio, pues su imagen de Dios no trascendía a la de su propio oficio. El catecismo nos advierte que “es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de fantasioso e imperfecto, sabiendo que nunca podrá expresar plenamente el infinito misterio de Dios” (Compendio, n. 5). El avance de las ciencias humanas nos lo está reclamando a los católicos sin cesar. Si pedimos a la Iglesia el don de la fe, fue compromiso grave nuestro el ilustrarla.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 26 de junio de 2022 No. 1407

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