Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

No hay cosa que afecte a la humanidad, al hombre de carne y hueso, que no preocupe a la iglesia y a sus pastores, en especial al papa, el supremo pastor. El concilio Vaticano II fue el evento más significativo en la vida de la iglesia del pasado siglo, y a él han dedicado los sumos pontífices su cuidado y aplicación. No nos debe extrañar que el sucesor de Pedro nos exhorte e instruya para salvaguardar la unidad de la fe en el vínculo de la caridad.

Ahora el papa Francisco nos acaba de enviar una carta apostólica “Sobre la Formación Litúrgica del Pueblo de Dios”, para ayudarnos a descubrir la “inmensa grandeza” del amor de Cristo que se hace presente en la sagrada Liturgia. Se trata, dice el papa, de salvaguardar una “dimensión fundamental para la vida de la Iglesia”, a fin de “contemplar la belleza y la verdad de la celebración cristiana”. Ni siquiera sospechamos la riqueza que tenemos, porque “la desproporción entre la inmensidad del don y la pequeñez de quien lo recibe es infinita”. Se trata, pues, de la “Inmensa desproporción” entre el regalo que Dios nos ofrece, y la indignidad nuestra para merecerlo.

A este gran “misterio” de nuestra fe llamamos la Pascua de Jesús, que él “deseó celebrar con ardiente deseo”, sabiendo que él era el Cordero que iba a ser sacrificado. La liturgia lo expresa en términos precisos y audaces cuando habla en la misa de la “pasión gloriosa” de Cristo, o de “su pasión voluntariamente aceptada”. Gloria y humillación, gozo y dolor, vida y muerte maravillosamente entrelazadas en el corazón de Cristo, constituyen el misterio insondable donde se fraguó nuestra salvación. Eso es lo que tenemos sobre el altar a nuestra disposición.

A toda esta oferta de salvación respondió la iglesia en el documento del Concilio Vaticano II que se llama Sacrosantum Concilium, aprobado por el papa San Pablo VI y saludado con entusiasmo en la segunda sesión conciliar. Su aplicación fue generosa aunque a veces desfasada por la inventiva tropical – “salvaje” le llama el papa- de sacerdotes insuficientemente ilustrados, si bien no mal intencionados. La ignorancia prefiere la audacia a la prudencia. El pueblo santo de Dios lo vivió con desconcierto, algunas veces con lágrimas, y unos cuantos en franca rebeldía. Por eso, el Papa Francisco, como tantas veces lo hicieron san Juan Pablo II y el papa Benedicto XVI, insistieron en la reflexión profunda que debe acompañar la celebración de los misterios de nuestra fe.

Se impone, por tanto, un conocimiento vivencial, tanto para clérigos como para fieles laicos. El arte de celebrar comienza con las normas elementales de educación, de saberse conducir en público, a la mesa, de hablar, gesticular y entonar tanto la voz como el micrófono; es indispensable actualizar y ampliar la cultura bíblica, sin ella andamos perdidos; es preciso adiestrarse en el uso correcto del idioma y del lenguaje, percibir su dimensión poética y metafórica y el uso polisémico de los símbolos bíblicos; importantes son los ademanes, del lenguaje no oral, el saberse mover al ritmo que marcan los textos y, sobre todo, el dejarse guiar y educar por el soplo del Espíritu santo: Él es quien nos educa durante el silencio sagrado y nos da el gozo de conocer al Señor. La liturgia cristiana no es teatro, sino misterio. Para bien o para mal, dice el Papa, el pastor imprime su huella en la comunidad a su cargo. Celebrar dignamente los misterios santos, no impedir sino saber incorporar a la comunidad a esta auténtica participación activa y consciente, es el camino hacia la verdadera y siempre nueva evangelización. Y a la común santidad.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 10 de julio de 2022 No. 1409

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