Por P. Alejandro Cortés González-Báez

Cada cuatro años millones de personas los que se preparan con ilusión a presenciar la fiesta deportiva más importante del mundo: las Olimpiadas.

Como mexicano me haría ilusión que todos y cada uno de mis compatriotas obtuvieran medallas de oro, plata y bronce. De todas maneras, me sentiré orgulloso de las pocas o muchas que puedan obtener. Indudablemente que todos los campeones y demás deportistas presentes en esas competencias merecen la aclamación de tantísimos espectadores que siguieron con interés sus hazañas, y todo ello, con el reconocimiento al esfuerzo y dedicación que les ha supuesto a lo largo de rigurosos entrenamientos y disciplinas personales.

Pero ahora quisiera fijar mi atención en otro tipo de campeones que no podrán acceder a este estilo de fama, y que no pretenden nada que se le parezca. Una de mis campeonas olímpicas se llama Sonia, es una chiquilla que vendía ejemplares de periódico en la calle. Yo le daría medalla de plata por su sonrisa.

Otra mujer que logró presea es una encantadora abuelita, a la que hace algún tiempo encontré barriendo el exterior de su casa, pero sentada en su silla de ruedas, pues no puede hacerlo de otra manera, por haber perdido una pierna; y a pesar de todo cada día se ve más guapa y optimista.

Entre los hombres hay un gran atleta que compite como guardia de seguridad en una empresa, y que ayer me detuvo para decirme: “Oiga yo a usted lo he visto en otro lugar, si no me equivoco usted nos visitó en un aniversario del Grupo de Alcohólicos Anónimos. Así es, le respondí. Él continuó: Pues yo trabajo aquí, y saliendo me voy para allá. A este hombre yo le daría medalla de oro porque su carrera es de muy alta resistencia y sumamente dura.

En todo el mundo podremos encontrar a tantos y tantos atletas de la vida, y por mencionar otro ejemplo mencionaré a las enfermeras, y en especial las del turno nocturno, quienes se ven obligadas a velar por el cuidado de los enfermos debiéndose someter a horarios muy pesados que las obligan a alterar sus sistemas de vida haciéndolos, casi siempre, incompatibles con los del resto de los mortales.

Para terminar, les contaré la historia de una señora que viajando sola por una carretera muy transitada se detuvo a cargar gasolina en una estación de servicio, y al salir de ella, se percató de que un trailer comenzó a seguirla a muy corta distancia; con las luces encendidas, haciéndose notar. A pesar de los intentos por dejarlo atrás, esta dama lo único que consiguió fue ponerse cada momento más nerviosa. Todo era inútil: ir aprisa o despacio, cambiarse de carril, hacerle señas para que el trailero pudiera rebasarla.

Después de tomar la angustiante decisión de detenerse, en un acotamiento, notó cómo, con gran determinación el chofer de aquel enorme vehículo abrió la portezuela trasera de su automóvil, y con violencia sacó a un individuo que se le había subido mientras ella esperaba en la gasolinera. Para este trailero: Otra medalla de oro.

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