Por P. Fernando Pascual
En ocasiones imaginamos cómo desearíamos que fuese nuestro futuro, o el futuro de las personas que amamos, o el de la ciudad, el del país, incluso el del mundo entero.
Quisiéramos que hubiera más amor, más esperanza, menos conflictos, menos avidez, más generosidad, más cercanía, más transparencia, menos injusticias, más ayuda mutua.
Al imaginar un futuro así, proyectamos ese deseo de bien que radica en la mayoría de los corazones humanos, al mismo tiempo que aspiramos a erradicar o, al menos, a disminuir, tantos males que nos amenazan continuamente.
Esas ocasiones de proyectarnos hacia el futuro pueden quedar en simples imaginaciones, en deseos que casi parecen un soñar con los ojos abiertos.
Pero también pueden convertirse en un momento para proyectarse desde el presente y ver cómo cada uno puede, con gestos pequeños o grandes, contribuir para que el mundo empiece a ser un poco mejor.
No se trata de una utopía que choca contra ese muro de situaciones que parecen imposibles de cambiar. Se trata más bien de ver qué puedo hacer hoy, ahora, en casa, en el trabajo, entre amigos, para que haya un cambio hacia el bien.
Ese cambio, desde luego, no podrá concretizarse solo desde mis actos presentes, sino desde el apoyo de tantos corazones que, como el mío, buscan que la existencia humana pueda ser un poco más bella.
Así pueden comenzar procesos que abren el mundo a Dios, que encienden hogueras de esperanza, que alivian sufrimientos de tantos hermanos nuestros, que permiten gestos del perdón que cierran heridas e inician paces justas.
El presente que ahora tengo entre mis manos puede convertirse, con la ayuda de Dios y de tantos hombres y mujeres que tienen altura de miras y grandeza de alma, en un primer paso hacia el crecimiento de la belleza y del amor, ya en este mundo y, también, en el mundo eterno que nos espera tras la muerte…
Imagen de Jim Semonik en Pixabay