Por Jaime Septién
Después de un largo calvario ha muerto el doctor Alberto Vázquez-Mellado Septién, un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra bueno, como decía don Antonio Machado. Seguidor de la misión de su padre, supo guiar los Laboratorios Corregidora hacia lo que son hoy: los más importantes de Querétaro. Su hijo, Alberto, le ha seguido la huella.
Qué bendición que todavía existan estos hombres y mujeres que, sin aspavientos, sin levantar jamás la voz, haciendo de la disciplina una entrega y de la entrega una oración, planten cara a las cadenas impersonales, poderosas en su mercadeo, eficientes, sí, pero donde la persona no cuenta, o lo que cuenta es su cuenta…
Metódico como él solo, llevando las riendas de los laboratorios, pero no a distancia sino en la presencia que exige estar con la bata puesta a las 7 de la mañana, Beto era un testimonio vivo. Jamás hizo preferencia ninguna. El que llegaba, tomaba su turno. La distinción la hacía ya dentro de la consulta, con un sentido del humor desternillante. Hablando pausado, serio, con lujo de detalles, iba desgranando anécdotas –sin el menor atisbo de malicia (aborrecía el chismorreo) — de medio Querétaro que había pasado por sus manos, por su aguja, por su enorme don de gentes.
Tuvo, entre otras muchas cualidades, la de saber reconocer el legado de sus antepasados. Me consta la admiración que le debía al “tío padrecito”, a monseñor Salvador Septién Uribe. Y al “tío Carlos”, el famoso periodista católico Carlos Septién García, hermano de su mamá y a quien imagino con el mismo sentido del humor que heredó Beto de ella. Ay, el Querétaro que se eclipsa; el viejo y amable Querétaro, añoso, formal, sin otra pretensión que armar los gajos de la naranja de la vida buena. Algo más: el México que también se extingue: el de la honradez, que en Beto no era una “cualidad”: era una forma de existir, de respirar, de tender la mano al de al lado.
Varios años estuvo en eclipse. Una sombra fue extendiéndose dentro de su cuerpo. Nunca, nadie de nosotros, pidió “que Dios se lo llevara” en esa falsa compasión que acompaña a los vivos con respecto a quienes padecen lo que la ciencia (no Dios, quien tiene la última y decisiva palabra) llama “enfermedad terminal”. Es el crisol con el que Dios purifica y enseña a quienes sufren con el enfermo cómo construye y salva el dolor. No, no es el dolorismo lo que suma: es el sentido de una vida completa, donde no faltó nada: esposa (María José, qué gran cercanía), hijos, hermanos, padres, amigos, pacientes vueltos compañeros y compañeros vueltos pacientes. Salía uno con el brazo encogido y con la sonrisa en los labios. Y esa bonhomía aunada a su capacidad médica hacía regresar a donde uno no va contento. No es fácil lograr esa conjunción de saberes.
Murió la tarde del 11 de julio. Ya había atravesado el umbral de la esperanza. Ya tenía, como quien dice, un pie en el cielo. Varias veces hablamos sobre una posible apertura de causa diocesana del “tío padrecito”. Él nos decía a Maité y a mí, a Carlos Septién Olivares, al padre Carlos Vera Soto, a quien quisiera escucharlo, que estaba dispuesto a poner lo que fuera para llevarlo a cabo. Cuando el obispo don Fidencio López Plaza abrió la causa de monseñor Septién, Beto ya no lo supo. Estaba cerca de la otra orilla. Ahora, a buen seguro, estará conversando, bajito, con él, contándole anécdotas del viejo abrigo y de las “reliquias” que poseen cientos de queretanos que le guardan memoria y gratitud, y que se hacen ilusiones ciertas de que pronto estará en los altares.
Rezaremos por el eterno descanso de su alma y pediremos que, con esa parsimonia que solía agrandar una historia verdadera, interceda ante Dios porque algún día podamos acompañarlo en el domingo sin ocaso de la Gloria.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de julio de 2022 No. 1410