Por P. Fernando Pascual
Habrá seguramente novelas, películas, o relatos de la vida real, que presentan la historia de dos soldados enemigos, a los que una batalla convierte en compañeros de infortunio e, incluso, en amigos.
Antes de la batalla, disparaban con uniformes diferentes, desde un lado y otro lado de las trincheras. De repente, una explosión, o unas balas, y los dos soldados enemigos terminan en una misma ambulancia.
A los que veíamos disparándose mutuamente, los encontramos ahora en un hospital de campaña, una cama al lado de la otra.
Son simplemente dos seres humanos, quizá de edades similares, que sufren como consecuencia de las heridas de la guerra.
Una guerra los separó, los puso uno ante el otro, según estrategias elaboradas en cuarteles generales y desde intereses de gobiernos que a veces viven muy lejos del frente de batalla.
Esa misma guerra los ha unido en la desgracia, desde las heridas provocadas por una entre tantas batallas que afectan a miles y miles de soldados obligados (o voluntarios) a experimentar los rigores de la vida en el ejército.
Ahora que ya no llevan el uniforme, que no tienen armas, que no reciben órdenes, ¿cómo se miran? ¿De qué hablan? ¿Qué piensan el uno del otro, antes llamados a destruirse mutuamente, ahora “aprisionados” bajo las consignas de los médicos y los enfermeros?
Si consiguen entenderse en un idioma compartido, aunque solo sean con gestos comprensibles universalmente, quizá reconozcan que el “enemigo” tiene sueños de paz, tiene deseos de volver a casa, tiene una familia que lo espera, tiene un trabajo que realizar en su aldea o su ciudad.
Verán, con sorpresa, que comparten la misma humanidad, los mismos sueños y miedos, los mismos deseos de felicidad y de justicia, los mismos anhelos de que la guerra termine cuanto antes.
Quizá solo convivan en esas camas de emergencia por unos días, pero esos días pueden ser decisivos para quitar de sus mentes y de sus corazones prejuicios que a veces surgen contra “los otros”; prejuicios que por desgracia llevan a deshumanizar a los adversarios cuando, realmente, siguen siendo tan humanos como uno mismo.
Dos soldados han dejado de ser enemigos. Ahora simplemente comparten el mismo infortunio y, lo que es más importante, aprenden a verse de una manera nueva.
No son simplemente piezas en un tablero dirigido por otros que buscan aplastar al adversario. Son seres humanos que necesitan ayuda, tal vez perdón, y, siempre, esa justicia y ese amor que pueden terminar con las guerras y promover un mundo realmente fraterno…
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