Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto. Es un hábito.” Aristóteles

La escritura, “sistema de signos visuales, pintados o grabados que se emplea para transmitir mensajes en una lengua determinada”, puede ser alfabética, silábica, ideográfica y jeroglífica, y como no existe escritura alguna que pueda leerse en diversas lenguas simultáneamente, a cada sistema escriturario corresponde una única lengua.

Ahora sabemos que la escritura se inventó de manera independiente en seis lugares. Uno de ellos fue Mesoamérica mil años antes de Cristo, y la región del Golfo de México ocupada por los olmecas. En ella se inspiraron una veintena de escrituras prehispánicas de las que tenemos evidencias, aunque sólo la maya y la náhuatl se han descifrado, de modo que el reto enorme sigue siendo el desconocimiento de casi todos los sistemas escriturarios mesoamericanos, que pertenecen al tipo jeroglífico y pictográfico, en los que se fusionan los signos escriturarios con los meramente iconográficos.

Añádase a lo apenas dicho el énfasis puesto por los lingüistas a favor del sistema de escritura fonético y el desdén por el glífico, en boga entre los pueblos y culturas de Mesoamérica en 1521, pues este consta de signos cuyo diseño se inspira en partes del cuerpo humano, en animales y plantas, en elementos calendáricos y hasta en topónimos de lugares, y que su uso e interpretación está ligado a la visión cultural, religiosa y artística de cada comunidad, aunque con una preferencia muy marcada por lo sagrado, incluyendo la interpretación de los astros respecto al destino de la comunidad y la explicación del origen de los pueblos a partir de mitos primordiales y relatos históricos tal como como los retuvo y transmitió la memoria colectiva.

En cuanto a su contenido, los textos mesoamericanos tuvieron el propósito de preservar en el tiempo la memoria de gobernantes, dioses, ciclos del tiempo y hechos históricos resaltantes y como soporte piedras talladas, telas, papeles, maderas, huesos y cerámicas. Una variante de lo apenas dicho fueron los códices en piel de venado, fibras de maguey o en papel de amate.

Puesto que los pictogramas representaban seres humanos, animales y plantas de su entorno, los glifos ideográficos expresaban ideas, fechas o historias y los glifos fonéticos, describían expresiones o elementos silábicos.

Plasmar glifos en papel o en piedra y el arte de interpretarlos terminó siendo un oficio propio de los sacerdotes, que junto con ello recibieron también la encomienda de legitimar la potestad de los gobernantes valiéndose de la decoración de las estructuras piramidales, de los monumentos públicos (estelas) y de las pinturas murales sobre aplanados y enlucidos.

La escritura maya y la náhuatl tuvo dos clases de signos fundamentales, los logogramas (signo de escritura cuyo valor de lectura tiene significado, ya sean palabras completas o raíces) y silabogramas o fonogramas (signos carentes de significado, puesto que sólo representan sonidos de la lengua).

Los textos jeroglíficos se plasmaron en materiales y soportes tan diversos como la piedra, la cerámica, el papel amate y de maguey y el algodón, valiéndose de diversos sistemas, como la talla, el grabado, la pintura o el modelado.

El oficio se delegó a un gremio muy apreciado, el de los escribas (tlacuilo ente los mexicas, ajtz’ihb’ entre los mayas), que lo mismo debía saber escribir que pintar. El pueblo se mantenía analfabeto, de modo que la escritura, su significa y valor redundaba en primer plano sólo a favor de esta pequeña élite.

Además de los dos ya mencionados, entre los pueblos mesoamericanos que sí dominaron la escritura, se cuentan el zapoteco, que adoptó glifos al modo fonético, el mixteco y los mexicas.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de agosto de 2022 No. 1414

Por favor, síguenos y comparte: