Por P. Fernando Pascual
Ella camina con prisa, mientras que él tiende a quedarse atrás. O al revés. Se ve que son esposos o novios, pero pocas veces están juntos, como si cada uno prefiriera conservar su ritmo al recorrer una calle o un sendero.
Es normal que ocurra lo anterior, y puede no tener mayor importancia. Otras veces, sin embargo, se trata de un síntoma de algo más serio: esos novios o esos esposos no consiguen armonizar a fondo sus modos de vivir.
Porque lo que ocurre al caminar ocurre también cuando se trata de decidir si sea posible ver juntos una película, o ir a compras el mismo día, o escoger el horario para comer o para cenar.
Cuando un matrimonio, surgido desde el amor, inicia un proceso de velocidades diferentes, puede llegar a situaciones de crisis que dañan luego más en profundidad toda la convivencia.
Por eso, el simple gesto de caminar juntos, al bajar a una playa, al ir de compras, o al pasear por una ciudad llena de monumentos, tiene un sentido hermoso cuando uno y otra aprenden a adaptar preferencias, modos de actuar, incluso modos de caminar, desde un cariño que busca mantener la cercanía.
Desde luego, caminar juntos puede ser algo frío, monótono, sin sentido, como una costumbre adquirida desde la educación que cada uno ha recibido. Pero si hay palabras de respeto, si hay ternura, si el amor se mantiene fresco, entonces ese esfuerzo por adaptar el propio ritmo al otro tiene una belleza maravillosa.
En un mundo de prisas, donde existe el riesgo de buscar ante todo satisfacer los deseos personales y evitar todo aquello que nos hace ir contra el propio modo de actuar, refleja una grandeza de alma ese sencillo gesto de dos personas que, desde la amistad sincera, han aprendido a caminar al mismo ritmo, juntos, en una armonía maravillosa que tanto ayuda a cada uno.