Por P. Fernando Pascual
Desear algo es posible porque primero lo conocimos, y porque luego experimentamos que ese algo nos atrae de algún modo.
Vemos (conocemos) un helado y su valor nutritivo, y deseamos tomarlo después de una intensa marcha por las montañas.
Vemos un libro sobre historia de un país importante, y deseamos comprarlo para mejorar nuestra cultura, o simplemente para satisfacer nuestra curiosidad.
Es importante sacar a luz el diálogo continuo entre lo que conocemos y lo que luego deseamos y ponemos en práctica.
En ese diálogo el conocimiento no solo juega un papel al inicio, despertando ciertos deseos, sino también en los momentos sucesivos.
Así, tras un deseo nos preguntamos: ¿vale la pena un esfuerzo por poseer este objeto o por emprender una nueva actividad?
Pero también cuando vemos que vale la pena, nos preguntamos: ¿cómo lograrlo? ¿Cuánto tiempo y energía invertir en esa meta?
Responder a esas preguntas implica un trabajo de nuestra inteligencia, sea cuando reflexiona en soledad sobre las posibles respuestas, sea cuando nos empuja a buscar informaciones en Internet o al consultar a una persona que consideramos experta y prudente.
Solo cuando emprendemos un buen camino intelectual para comprender la situación, para evaluar costos y beneficios, para medir si realmente tenemos fuerzas para tomar la decisión, seremos capaces de llegar a conclusiones que luego se plasmen en acciones concretas.
La vida es, así, un camino donde deseos y conocimientos están en un diálogo continuo. En ese diálogo necesitamos siempre una sana dosis de prudencia, para evitar decisiones que a la larga son dañinas. Necesitamos, sobre todo, un corazón purificado y orientado a deseos buenos, que surgen del amor y nos llevan a amar cada día un poco más…