Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Ayer como hoy se dan los usos escandalosos del dinero en todas partes; lujos desenfrenados, hirientes y egoístas; los ejemplos abundan en el mundo. Servidores públicos dueños de varias residencias y múltiples coches de lujo, también dueños capitales en paraísos fiscales; ricos que van de fiesta en fiesta con derroches fastuosos. Las armas más sofisticadas de gran precisión y de última generación para disuadir agresiones bélicas, para mantener y progresar en el negocio de las maquinarias de guerra.
La opulencia como reafirmación del vacío interior sin perspectivas de eternidad; la ceguera temeraria de quien vive el tiempo como su hoy permanente de placer, de ‘glamour’, estilo ‘hollywoodense’.
El rico epulón del Evangelio ( Lc 16, 19-31) no tiene nombre; ha perdido su identidad como persona. No tiene ojos para ver a su prójimo miserable. Se percibe simplemente la indiferencia; el miserable ante él no tiene ni rostro, ni nombre; es la insignificancia de una cosa despreciable que no vale la pena ni una mirada furtiva.
El rico opulento que tiene todo y no necesita en lo más mínimo de Dios.
El contraste de la miseria más escandalosa, contraria a la dignidad de la persona humana y por supuesto no querida por Dios. Los ricos ante Dios han perdido su nombre; solo el miserable tiene rostro ante Dios; tiene su nombre. Es ‘Lázaro’, abreviatura de Eleázaro o Eleazar, que quiere decir ‘Dios le ayuda’ o ‘Dios es mi ayuda’.
Los miserables Lázaro, tienen nombre, tienen corazón, tienen dignidad arropada en sus llagas de hambre, de exclusión, de ignorados.
Los bienes de la creación son para todos; Dios comparte su ser y su haber; ese debería ser nuestra norma: el gozo de compartir y ser colaboradores de Dios en la ayuda.
Lo terrible de hecho es que la barrera entre ricos opulentos y pobres miserables se convierta en un abismo infranqueable en el tiempo y después que desemboque en la eternidad. Ahí no habrá solución favorable para quien toda la vida excluyó a Dios; se queda con sus seguridades que se desvanecen como el viento que pasa.
El abismo infranqueable ha sido el egoísmo y la insolidaridad. No tener ojos ni corazón para el necesitado; el miserable bajo todos los puntos de vista, sea corporal, psíquica, moral o socialmente.
Qué grave es que la riqueza deshumanice y endurezca el corazón. Pero esto no es solo para los que nadan en la opulencia; nuestro haber y nuestra capacidad de ayuda es necesaria en nuestra vida; siempre hay un pobre, más pobre que nosotros. No podemos cerrar los ojos y el corazón para tantos hermanos necesitados.
Jesús no soporta la indiferencia. No puede ser nuestra la respuesta cínica de Caín: ‘¿Quién me ha constituido a mí guardián de mi hermano?’.
Habría que discernir cuándo se terminan nuestras necesidades y se inician nuestros caprichos superfluos.
La norma de Jesús, es Jesús mismo: ‘ámense como yo los he amado’, hasta el sacrificio de la cruz, en su entrega total.
Pensemos que hay muchos hermanos nuestros cuya historia ha sido penosa; personas sin hogar, niños de la calle, jóvenes víctimas de la drogadicción y de las mafias de narcos, o la delincuencia que ha abierto un abismo de dolor en muchas familias. El narco poder que hace sentir su presencia en actos vandálicos y en el sometimiento a autoridades.
Cuántos viven sumergidos en sentimiento de culpa, de autodesprecio, de abandono, carentes de toda esperanza y de calor humano.
Parece que la Iglesia, como nos enseña el Papa Francisco, está llamada a ser un hospital de campaña en las situaciones tan terribles de crisis humanas y de humanidad.
Estamos llamados, como lo enseña san Pablo VI, ‘Se trata de construir un mundo donde todo hombre (…) pueda vivir una vida plenamente humana, (…) donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico’ ( Populorum Progressio nº 47).
Ciertamente hay situaciones emergentes provocadas por los poderes políticos o económicos, que agravan las penurias humanas.
Podemos compartir lo mucho o lo poco de nuestro haber y de nuestro esfuerzo para acabar con las barreras de separación, atentos a los hermanos necesitados. Constituirnos, con la gracia de Dios, en barrera de contención contra el abismo de separación entre la opulencia y la miseria.
El final del rico epulón, no es feliz. ‘La caridad de Cristo nos urge’, ante el mundo de miseria.