Por Arturo Zárate Ruiz

Las religiones suelen ser tanto plataforma como núcleo de la mejor cultura, en sus distintas acepciones.

De considerar la cultura como bellas artes, el mejor testimonio que queda de la Edad de Piedra son tumbas, las cuales expresan ya desde entonces la prioridad de lo sobrenatural. Aun en la filosófica Grecia antigua, su más excelso edificio es el templo de Atenea, el Partenón. Donde ha prosperado el cristianismo, han prosperado las artes no sólo en muy diversos estilos, también en el progreso técnico que las hace posibles. Donde se ha secularizado la sociedad, las artes pierden trascendencia y devienen en mera funcionalidad, como la de un agradable centro comercial que entretiene, pero no inspira.

Ciencia y filosofía

De diversos modos las ciencias y la filosofía, como cultura, se asocian con la religiosidad. Los griegos atribuyeron a un dios, Zeus, el origen de la sabiduría, Atenea. Los cristianos, sin negar el origen de toda sabiduría en Dios (quien es la Sabiduría misma), y reconociendo una clara diferencia entre el Creador y sus criaturas, hemos impulsado como ningún otro pueblo las ciencias. Al tener claro que las cosas del mundo material no son dioses, no las idolatramos, más bien las estudiamos y las explicamos por sus causas naturales, sin temer que hacerlo es un sacrilegio, sino una oportunidad que el Señor nos da de participar en su señorío del universo. Ahora se abandona la distinción cristiana entre Creador y criatura, y se difunde la idolatría de la “Madre Tierra” a punto de frenar estudios científicos que dizque ofenden su “carácter sagrado”.

Justicia y ley

La justicia, la ley y los derechos también son cultura, civilización. Los judíos, como ningún otro pueblo antiguo, proclamaron las exigencias de la justicia con base en un Dios que aborrece el pecado. Los cristianos, como ninguna otra religión, dejamos de atribuir el pecado personal a los papás del pecador, o a su pertenencia a una u otra nación, y tenemos en claro que si se han de fincar responsabilidades se debe hacer a individuos concretos (como ocurre ahora en los tribunales), no a pueblos enteros. La ley y los derechos naturales los asociaron en Roma antigua a la sabiduría divina. Los cristianos hemos ido más allá y reconocemos la dignidad de todo hombre con base en ser hijos de un mismo Padre. Es sólo gracias a esta doctrina cristiana que se puede afirmar la fraternidad de los hombres.

Según la fe de un pueblo, así su cultura y civilización. Quienes creyeron, como los españoles, que la Buena Nueva era para todos los hombres predicaron ese Evangelio a los pueblos nativos de América. Quienes se consideraron un grupito selecto por Dios, como los protestantes ingleses, no predicaron ese Evangelio a los nativos de América, sino los mataron (para qué predicarles si “ya eran malditos”).

Nuestra fe tal vez parezca, por su desarrollo, muy complicada para los protestantes. Pero gracias a su detalle nos evita ser puritanos como ellos. Expresar el amor a Jesús con arte e imágenes, bailar y beber vino adecuadamente no es pecado, como muchos de ellos creen. Ahora bien, quienes no creen ni en Dios ni en los bienes eternos hoy suelen atascarse de los bienes materiales y acaban hastiados y aburridos, como muchos hombres de la sociedad contemporánea.

Usos y costumbres

La cultura también se refiere a los usos y costumbres que dan identidad a una comunidad. Y la religión suele definir esos usos y costumbres. Uno reconoce a un amish, o a un menonita, o a un mormón en la calle por cómo visten. Ciertamente así ocurre con varias órdenes religiosas católicas, pero no con los católicos en general. Como la Iglesia es universal, congrega todo tipo de comunidades y naciones, y su fe enriquece sus culturas. Si finalmente compartimos algo en común los distintos pueblos católicos, es nuestra fe y nuestras esperanzas, las cuales expresamos en una liturgia en la que podemos participar en cualquier parte del mundo.

Lo que debe henchir de vida nuestras culturas católicas, en última instancia, es el amor. Aunque lo repitamos mil veces, no se nos debe olvidar que “la señal de los cristianos es amarse como hermanos”.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de septiembre de 2022 No. 1417

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