Por P. Fernando Pascual
No resulta fácil recibir una corrección. Por ejemplo, cuando alguien nos dice, con una sinceridad sorprendente, que vivimos de modo egoísta, o que no mostramos sensibilidad para con los otros, o que estamos perdiendo muchísimo tiempo en Internet.
Pero cuando descubrimos que una corrección nace del cariño e interés que el otro tiene por nosotros; cuando constatamos que necesitábamos esa corrección para romper con un vicio y para mejorar, entonces la acogemos con alegría.
Porque es sumamente triste que los demás nos abandonen a nuestra suerte, con excusas del tipo: “ya es mayor de edad”; “no es para tanto”; “no hay que meterse en la vida de otros”; “se va a molestar, mejor seguir como amigos”.
Esas excusas impiden a muchos emprender a esa aventura difícil de ofrecer correcciones buenas, de ayudar a quien necesita un empujón oportuno para darse cuenta de un problema concreto y para iniciar un camino de cambios profundos.
Pero cuando un familiar preocupado por nuestro bien, un amigo valiente que desea ayudarnos, rompen con su miedo y se lanzan a la sana corrección, recibimos una ayuda que puede ser decisiva en algunos momentos de nuestra vida.
Ser corregido y dejarse corregir: quizá experimentamos algo de dolor, vergüenza, sobre todo ante ciertos temas más personales. Pero también resulta bello constatar que alguien nos encara para que tomemos conciencia de esa mala costumbre que nos daña y que hiere a otros.
El que mejor sabe corregir, porque ama mucho, es Dios. Porque es Padre, porque busca que dejemos el egoísmo, porque desea que amemos, nos corrige de maneras sorprendentes, sobre todo gracias a su Palabra y a los consejos de tantos hermanos que nos aman.
Cuando llegue el momento de ser corregido, con humildad y gratitud podremos acoger la invitación de quien me pide un cambio radical en mi vida. Entonces será más fácil convertirme, pedir perdón a Dios y a los hermanos, e iniciar el camino que conduce al amor verdadero…