Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Es evidente el rechazo de Jesús a toda violencia, según leemos en san Mateo 5,39 – 42: Yo les digo:

(a) “Que no pongan resistencia al que les hace el mal. Antes bien, si alguno te da una bofetada en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. (b) Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica déjale también el manto. (c) Si alguno te obliga a caminar mil pasos, haz con él dos mil. (d) Da a quien te pide y al que te solicite dinero prestado no lo esquives”.

Aquí Jesús, rodeado de la multitud, está hablando a sus discípulos, “a un grupo concreto y restringido: el grupo de aquellos a quienes Jesús había llamado a seguirle” (Schökel). Son, por tanto, las reglas de conducta que deben seguir los que buscan el Reino de Dios, los seguidores de Jesús, su nueva familia, la futura comunidad cristiana, ahora la Iglesia.

Esta enseñanza forma parte de la plenitud que Jesús vino a dar a la Ley de Moisés, en concreto al precepto de “ojo por ojo y diente por diente”, o ley del talión, para superar la venganza del setenta y siete por uno que proclamó Lamec, y que tanto preocupaba a san Pedro.

Observe usted la gradualidad del texto: Va de la ofensa mayor, gratuita e infamante, de golpear con el dorso de la mano (a), al despojo no sólo del vestido sino hasta del manto para cubrirse del frío en la noche (b), pasando por el abuso militar que obligaba a los civiles a cargar o indicar la ruta al ejército invasor (c), o al simple mendigo o al vecino necesitado que te pide prestado (d). En una palabra, debes auxiliar y hacer el bien a todo el que tenga una deuda contigo, desde la ofensa infamante de un “revés” hasta el que te pide prestado. Esto vale para la comunidad cristiana, para la nueva familia, para la convivencia fraterna de los hijos de Dios, para la Iglesia.

Jesús no se mete en asuntos de Estado o de administración de justicia. Mucho menos cuando ésta reclama el uso de la fuerza. La violencia, él prefirió padecerla a administrarla. Pero reconoce el poder, la autoridad que viene de lo Alto, de Dios, como dijo a Pilatos; poder que está cargado de responsabilidad y bajo el severo juicio de Dios.

El mismo Jesús lo explica al desconcertado gobernador: “Mi Reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis soldados habrían peleado para que no me entregaran a los judíos, pero mi reino no es de aquí”, leemos en san Juan 18,36. Jesús ciertamente no dice (como interpretaron los Reformadores) que su Reino, presente ya en su Iglesia, no tenga nada que ver aquí abajo. Si así fuera, Jesucristo no se hubiera arriesgado a venir a este mundo. No. Lo que aquí dice Jesús es que su reino es distinto, muy otro, de otra naturaleza, que el que representa el gobernador romano y cualquier otro gobernante. A todos su Reino les queda grande. O sea, que Jesús no es un competidor de nadie, y que en su Reino, que está actuado ya aquí, impera otra ley, la de las Bienaventuranzas, donde nada se impone por la fuerza, mucho menos con la violencia. Es la familia del Padrenuestro. En este Reino es preferible padecer la injusticia que responder con la violencia. Impera la ley de la gratuidad y el perdón, no la ingenuidad. Por eso la Iglesia aparecerá siempre como una “sociedad en contraste”, pero “en ningún modo como sinónimo de Estado o Nación. En ningún momento trató Jesús de entrar en relación con Herodes Antipas ni con Poncio Pilatos para decirles cómo debían gobernar”. (G. Lohfink sj).

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de septiembre de 2022 No. 1419

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