Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Vivimos en un mundo de emociones fuertes y de pensamientos débiles; de modos de pensar tan frágiles que son difíciles de sustentar la verdad y crear convicciones de fondo para orientar la vida de modo coherente y con horizonte de trascendencia que hunda la mirada en las realidades del más allá y asuma los compromisos del más acá, en una unidad armónica, lejos de esquizofrenias personales, familiares y sociales. Lo humano y lo divino se entrelazan, como la razón y la fe se apoyan mutuamente con respeto a su diversidad; lo plenamente divino ha de ser humano y lo plenamente humano ha de ser divino, abrazados en la unidad sin confusión, lo creatural y lo sobrenatural. Ciertamente las ‘limitaciones intelectuales y el orgullo generalizado, complican al hombre de hoy, la aceptación de las directivas bíblicas, interpretadas por el Magisterio y la Teología’, como afirma Umberto Mauro Marsich, en su última obra ‘Caleidoscopio Moral’ (2022).
Toda persona humana al vivir en este mundo ha de tomar posición en ‘el creer’, en ‘el esperar’ y en ‘el amar’. Comportan acciones entrelazadas, diferentes en sus matices, pero unidas al actuar de la persona; cual sea, diríamos, la calidad y el nivel de esta tríada, será la grandeza y el valor de las relaciones interpersonales, con Dios, consigo mismo y con los demás.
Cuando se inicia y se intensifica las relaciones interpersonales, su dinamismo es mayor en el compartir del nosotros, en la disponibilidad para la escucha y la empatía, en la sabiduría y el discernimiento, en la confianza, en el amor.
Adienne von Speyr (1902-1967), – la mística de pensamiento objetivo que influyó en el gran teólogo von Balthasar, decía que ‘El amor implica siempre confianza, deseo, la espera respetuosa de la libertad de la otra persona, de la donación no manipulable que ésta puede hacer de sí; privarlo de esta espera sería matarlo’.
Dios Padre nos habla él mismo con su Verbo-Palabra que es su Hijo. La Iglesia cree al Hijo que habla del amor del Padre y nos da el Espíritu Santo para que la fe de la Iglesia sea fe en el Hijo de modo permanente, a través de los siglos. El Hijo Palabra fundamenta la existencia cristiana; de aquí procede la esperanza, con todo lo que conlleva de confianza; la caridad determina la existencia para ser amados por Cristo Jesús y poseer la potencia de su amor para amar en él. Así es posible la existencia concreta como autodonación en Cristo por el Espíritu Santo. Se realiza la comunión del nosotros con Dios y los hermanos. Por eso Jesús es el agente principal mediante el Espíritu Santo de las operaciones de la Iglesia, de toda la comunión eclesial y sacramental.
Escuchar a Jesús Palabra y hacerla propia; asumir su ser, adherirse a su misterio pascual, su pasión, su muerte y resurrección, esa es la fe de la Iglesia, y es la fe de cada creyente que cree: ‘anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor, Jesús’, como lo proclamamos en la Eucaristía.
Tener fe no es adherirse principalmente a una doctrina cristiana profundizada en más de dos mil años, aunque la implique como enseñanza extraordinaria y sea necesario conocerla y aceptarla más allá de toda duda con una gran libertad aún en sus posibles oscuridades, fruto de nuestras limitaciones; no es tampoco una reducción ética, aunque nos lleva a la cumbre de una ética sublime en actualizar el misterio de la persona en la donación total de sí misma; sino adhesión, plena, consciente, apasionada, vital a la Persona de Cristo, ‘quien me amó y se entregó por mí’; de Jesús inmolado y resucitado, -que vive, quien es la fe operativa de la Iglesia. Ya no vivo yo sino Cristo en mí, sentencia san Pablo.
El que cree en Jesús camina en la luz de la vida ( cf Jn 12, 46); el que cree en Jesús ya posee la vida eterna( cf Jn 3, 16; 6, 47).
La fe en Jesús es apremiante entre la vida y la muerte, entre la luz y las tinieblas (cf Jn 3,19-21).
En medio de un pensamiento débil, de circunstancias adversas, de egoísmos galopantes, de tolerancias intolerantes, de gritos de desesperación, de la pérdida de la ruta y del sentido de la vida, de formas que no hacen creíble hoy la Buena Nueva de Jesús, hemos de abrir el corazón con humildad y profunda sinceridad, ‘Señor auméntanos la fe’ (Lc 17, 5-10).
La fe de la Iglesia, es Jesús mismo en totalidad, todo lo que él implica; es el fundamento de la Iglesia y de cada existencia cristiana.
‘Señor, auméntanos la fe’ y ‘Señor enséñanos a orar’ son dos peticiones implicadas; la una genera a la otra; ambas crecen juntas: poca oración, igual a poca fe; poca fe igual a poca oración. La oración humilde y sincera aumenta la fe.
La fe orada es la palanca para mover la vida; hace posible lo humanamente imposible.
En la situación que vivimos de violencia e iniquidad, que nos hacen clamar al Señor con el corazón desgarrado, el profeta Habacuc, nos ofrece en nuestro hoy la Palabra consoladora del Señor: ‘El malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe’ (cf Hb 1,2-3;2,2-4). Los gigantes con pies de barro, -hoy con ‘hackeos’, sucumben a sus pretensiones de absolutismo.
La fe en Jesús, que es la fe dinámica de la Iglesia, nos lleva a vivir el don de la presencia viva y permanente, del ‘Señor con nosotros’, inmolado y glorificado. Él nos anima en los desalientos, nos fortalece en nuestras debilidades, nos da la serenidad y la paciencia constantes. Solo así el cristiano fiel y la Iglesia, vive y vivirá de la fe.
La fe la hace brotar Jesús en el corazón humilde y sincero; quien tiene tiempo de escucharlo y de vivir con él una verdadera ‘empatía’: él me conoce, es sensible a todo lo que pasa por mi corazón, mis historias, mis heridas. Así debo vivir mi relación de empatía con él en la grandeza y cercanía de su presencia: qué piensa, qué dice, qué vive, cómo ama, cómo mira, cómo actúa. Así se da el encuentro de amigo con amigo, quien es mi Señor y mi Dios.
La fe está orientada ha vivir con Jesús, en Jesús y por Jesús una alianza de comunión de existencias. Su tú, es mi yo.
El tú de la Iglesia es Jesús; el yo de Jesús, es el nosotros. Esta es la fe de la Iglesia y de cada fiel cristiano: es Jesús, el Cristo, y el Cristo total, su Cuerpo místico.
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