Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Vivimos realidades familiares, sociales e internacionales, sumamente difíciles y complejas.
Cómo combatir las injusticias, los crímenes, las mentiras proclamadas sin el menor rubor; las impunidades, los jueces que no administran la justicia, sino son afines a políticas de interés, lejos de la verdad y del bien.
Jueces inicuos y gobernantes venales que pisotean a su paso la dignidad de la persona humana, sean niños, enfermos, pobres, mujeres, los que no tienen voz, sino el lamento desgarrador de sus lágrimas. Mamás que buscan a sus hijos, hijos asesinados en la penumbra de la complicidad.
Las palabras del profeta Habacuc (1, 2-4 ) toman fuerza en nuestra garganta, hoy: “¿Hasta cuándo, Señor, daré gritos desgarradores sin que te dignes escuchar, y clamaré a ti:’¡No hay más que violencia!’, sin que te dignes salvar? ‘¿Por qué, Señor, ¿me haces ver la iniquidad y contemplar la opresión? Ante mi vista solo hay destrucción y violencia, pleitos y contiendas. Por eso se desvirtúa la ley y no prevalece el derecho, porque el malvado acecha al justo y el derecho se pervierte”.
Desde lo más hondo de nuestro corazón imploramos la conversión, el perdón y la salvación; porque las situaciones perversas y dolorosas no cambiarán, si no existe nuestra verdadera conversión, fruto de la oración perseverante, más humilde y más sincera.
La oración de la pobre viuda, ante el juez inicuo que ni cree en Dios ni le preocupan los derechos de las personas ( cf Lc 18, 1-8), cuya súplica insistente alcanzó la justicia que a su derecho convenía, constituye la enseñanza de Jesús para no desfallecer en la oración, a pesar de todas las dificultades. El Padre aguarda el momento oportuno, para vencer el mal con la sobreabundancia del bien.
El nuevo Moisés, tiene sus manos clavadas en la cruz, en súplica permanente por nosotros para triunfar sobre el enemigo infernal, el verdadero enemigo ‘de natura humana’ como sentencia san Ignacio de Loyola.
Con Jesús y con nuestro pueblo sufriente y engañado, hemos de tener una sola voz suplicante ante Dios y ante los hombres, para que se haga justicia ante jueces, políticos y gobernantes mezquinos y egoístas. Se debe y se tiene que hacer justicia por los que nadie defiende y les dan largas a sus reclamos y promesas futuras sin su respectivo cumplimiento.
Se suma su dolor a la apatía de los espectadores.
A Dios suplicamos noche y día por tantas víctimas silenciadas y abandonadas; a tantos hermanos nuestros que la corrupción desprecia.
Nos sumamos a la causa de Dios, que es la causa de los huérfanos y de las viudas, que la situación actual parece que los poderosos son los favorecidos por una justicia ‘a modo’.
Parece que en nuestra época y en nuestro mundo se infravalora la oración, porque impacta solo la eficacia y el rendimiento; orar se presenta como perder el tiempo, orar es inútil. Aunque hay ciertos modos y actividades humanas que no son propiamente utilitarias, y son necesariamente provechosas como la amistad, la ternura, la sonrisa, la confianza, el amor entre las personas humanas.
La oración puede trasformar la vida para tener corazón con los que sufren, para ayudar a los sin voz, para recobrar la esperanza, para sanar nuestras debilidades y flaquezas.
Ya en nuestro mundo está saturado de banalidad, de brutalidad y de necedad; nuestra fe alimentada y acrecentada por la oración, nos devuelve la lucidez sobre la realidad sombría, la cercanía a los que sufren toda clase de humillaciones y vejaciones y a percibir el suave olor de Cristo en los indigentes.
Al final como discípulos de Jesús, lo tomamos a él como nuestro Camino a seguir, nuestra Vida a vivir y nuestra Verdad a proclamar en la cruz de la existencia: ante el abandono del Padre, -el silencio de Dios, nuestra súplica filial y confiada: ‘a tus manos encomiendo mi espíritu’. Esta es la oración del Jesús pobre y crucificado y del Jesús en los pobres crucificados.