Por P. Fernando Pascual
Uno de los grandes dolores de la vida se produce cuando un hijo desprecia a sus propios padres.
El hijo existe porque sus padres se amaron mutuamente, se abrieron a la llegada de ese hijo, lo ayudaron en sus primeros años, lo protegieron en tantas situaciones de la vida.
Por motivos diversos, un día ese hijo muestra indiferencia, antipatía, incluso desprecio y odio hacia sus padres.
¿Cómo es posible? Quizá por una soberbia terrible: el hijo piensa que sabe más, que puede más, que es mejor que sus padres.
O tal vez porque acusa a sus padres de tener defectos, de no haberle educado bien (o como el hijo habría querido), de no consentirle en sus peticiones.
O, simplemente, porque al sentirse “maduro” e independiente no quiere reconocer lo que debe a sus padres; piensa que así “volará” y se realizará según sus planes personales.
Los padres sufren lo indecible ante esas actitudes de un hijo. Sufren porque le han dado tanto. Sufren porque, como seres humanos, esperaban cariño y encuentran rabia y desprecio.
No existen padres perfectos. Pero con sus imperfecciones, con sus límites, en ocasiones con su falta de estudios, los padres siguen siendo padres.
¿Es posible ayudar a un hijo que ha llegado a la ceguera y al pecado del desprecio a sus padres? Parece difícil. Dios, sin embargo, puede tocar un corazón tan endurecido, tan desalmado.
Los padres rezan por ese hijo, desde el dolor que experimentan, desde la angustia que surge al sentirse despreciados por quien nació como fruto de su amor de esposos.
Quizá algún día llegue la luz de Dios al corazón de ese hijo. Podrá, entonces, reconocer cuánto debe a sus padres y cómo ha actuado con ellos con una ingratitud terrible.
Si ese hijo se convierte, si pide perdón a Dios y a sus padres, superará los sentimientos negativos que le hayan asfixiado hasta ese momento, y será capaz de vivir con esa alegría de quien sabe que existe gracias a quienes lo acogieron y ayudaron, a veces con heroísmo, en sus primeros años de existencia humana.
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