Por P. Fernando Pascual
El profesor explica su materia. En un momento, comenta cómo el día anterior una moto lo atropelló en la calle, pero que afortunadamente no le ocurrió nada grave. Por eso experimenta una enorme alegría por estar bien y poder dar clases como de ordinario.
Pasan los años. En un momento que dedicamos a recordar nuestra época como estudiantes, recordamos a aquel profesor y su atropello, pero casi no podríamos decir nada de lo que había enseñado en el aula ese día (incluso a lo largo de las clases de ese semestre).
¿Por qué recordamos con una nitidez sorprendentemente viva algunos hechos, mientras que otros quedan casi sepultados en lo una zona escondida, casi inasequible, de la memoria? En otras palabras, ¿por qué tenemos recuerdos selectivos?
Los especialistas ofrecerán explicaciones bastante adecuadas ante el fenómeno de los recuerdos selectivos. Sin ser especialistas, nosotros mismos nos damos cuenta de que recordamos más aquello que son experiencias personales, o hechos que nos tocan de un modo más intenso, y olvidamos teorías e ideas que permanecen en un nivel más abstracto y genérico.
Si volvemos la mirada a la anécdota de la moto, notamos cómo nos afecta porque se refiere a un suceso importante en la vida de otra persona, o algo que también puede ocurrirnos, o porque simplemente una historia de un atropello no nos deja indiferentes.
Toda nuestra historia personal se caracteriza por miles de experiencias, lecturas, imágenes, músicas, que nos han tocado de un modo profundo, existencial, casi imborrable. No siempre las sacamos a la luz, pero con facilidad podemos recordarlas, incluso en detalles sumamente sencillos.
Recordamos de modo selectivo, por ejemplo, el inicio de una enfermedad, los primeros síntomas, la sonrisa, al llegar al hospital, de la persona que estaba en la recepción, los olores en los pasillos de aquel reparto, la opinión de un médico apresurado que no dio importancia a lo que nos pasaba.
En cambio, una gripe ordinaria ha quedado completamente sepultada en lo íntimo de la memoria, porque no “tocó” en serio nuestro corazón ni afectó en nada emociones y sentimientos propios de nuestra trayectoria durante aquel invierno ordinario.
Hay quienes observan que sería bueno no recordar todos los detalles de cada situación que vivimos durante el día, pues ello podría abrumarnos ante la enorme masa de experiencias que tejen continuamente nuestras vidas.
Sin analizar a fondo esta opinión, lo que sí podemos constatar es que hay recuerdos que nos ayudan a mejorar la vida, a adoptar una actitud de gratitud ante tantas personas buenas que nos han ayudado, y ante lo que hemos aprendido en situaciones vistas como decisivas en nuestro camino personal.
Esos recuerdos, además, pueden abrirnos a un horizonte mucho más rico y más transcendente: el que nos lleva a descubrir que, detrás de cada acontecimiento, podemos descubrir a un Dios que nos hizo por amor, que nos acompaña en cada momento, y que nos ofrece enseñanzas que, acogidas con cariño, pueden llevarnos a vivir con plenitud el presente, y a confiar sin límites en la acción divina en nuestra historia personal y en la historia del mundo entero.
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