Por P. Alejandro Cortés González-Báez
Cuando vivía en Hermosillo recuerdo haberle escuchado a un ingenioso ingeniero que, desde hacía mucho tiempo, había procurado rodearse de un póker de amigos. Y nos explicaba que uno era abogado; otro, médico; un tercero, sacerdote, y por último, un mecánico. La idea me pareció muy buena, pues con un cuarteto de esa categoría uno se siente respaldado ante las decisiones importantes.
Esta vez quisiera detenerme ante uno de estos elementos: los sacerdotes, pues vale la pena considerar algunas realidades que los rodean para poder juzgarlos con mayor objetividad. Aquí me permito fijarme en que, quienes asisten a Misa los domingos, en ocasiones se quejan de que los sermones son interminables. Esto significa, que cada sacerdote debe intentar reparar en no más de diez minutos, lo que han hecho varias horas de televisión, de cine, de redes sociales, de videos, de educación oficialmente laica, etc.
Por otra parte, se exige que la homilía sea profunda, pero sin exagerar; amena, pero sin payasadas; sobrenatural, pero que aterrice en la realidad de cada uno de los asistentes; que no se hable de política, pero que no se desligue de la lectura de los tiempos; práctica, pero sin regañar. Y todo ello sin más recursos que el hermoso y bien templado tono de voz del ministro divino… ¡Qué fácil!
A los presbíteros se les exige estar siempre disponibles ante las necesidades de quienes los requieren, y también ante las imprudencias de cualquiera que se sienta con el derecho de reclamarles algo. Y por supuesto, todo ello con educación y, por supuesto, con humildad.
Aunque no sean muchos los fieles que con su dinero y su oración ayuden a mantener el seminario de su diócesis, a los sacerdotes se les pide que celebren Misas para todas las ocasiones importantes de cada familia (bodas, primeras comuniones, aniversarios, quinceañeras, difuntos, graduaciones, y además que bendigan las casas, automóviles, negocios y las imágenes. Que visiten a los enfermos en sus casas y hospitales para administrarles los sacramentos, sin embargo, son contadas las familias que desean tener un hijo sacerdote.
También se espera de ellos atención y cariño para todos; comprensión y misericordia para los pecadores y débiles; ánimo y consuelo para los que se sienten derrotados y deprimidos; cuidando con esmero casi angelical sus afectos para que no se enamoren de alguna criatura en particular, cuidando su celibato sacerdotal.
A quienes suelen criticarlos —exigiéndoles santidad de vida— me permito decirles que están en lo correcto; pues si están metidos en esta vocación, es porque libremente les dio la gana responder a una gracia divina; pero lo que definitivamente no se vale, es dejarlos a su suerte, pues, aunque todo el día se encuentren rodeados de las damas de la vela perpetua, tres señores de la adoración nocturna, el sacristán y el loquito parroquial, pueden estar muy, pero muy, solos. Si no fuera por la amistad que tienen con Dios, su ministerio no tendría sentido.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de diciembre de 2022 No. 1432