Por Ma. Elizabeth de los Ríos Uriarte

De nueva cuenta este año llegamos a su fin un tanto cansados y otro poco tal vez desesperanzados. El año 2023 se asoma incierto y por demás cuesta arriba y entonces surge un torrente de preguntas en nuestro interior que carecen de respuestas, al menos, no a corto plazo. Motivos para no tener esperanza se encuentran muchos pero para recuperarla sólo hay uno, pero es el más grande de todos: un niño frágil y desnudo, naciendo en la miseria y ante la ignorancia de muchos.

Ese niño no es sólo un bebé, tampoco navidad es sólo una nacimiento. Ese niño tampoco es sólo “Jesús” ni el pesebre es sólo una cuna hecha de paja. Si contemplamos con cuidado, la escena trasciende los significados humanos y nos sumerge en un acontecimiento que hoy viene a revivir nuestras ganas de seguir y nuestros deseos de esperar.

Lo racionalmente inverosímil de un Dios nacido en circunstancias de despojo, de huida, de rechazo, de pobreza, de temor, de duda, se vuelve cierto ante los ojos de la fe que se deja iluminar por el misterio frente al que sólo podemos quedar admirados y absortos por su simpleza y complejidad al mismo tiempo.

Como ese día, cansados y desesperanzados como estaban María y José, estamos hoy nosotros en este fin de año. Pedimos un lugar donde reposar y nos es negado una y otra vez, el mundo no se compadece de nuestro peregrinar y nuevas amenazas nos acechan: quintas y sextas olas de la pandemia por Covid y sus fatídicas consecuencias en algunos, crisis financieras que provocan las mayores inflaciones en la historia, guerras que no terminan, escándalos políticos que generan caos e inestabilidad, homicidios al alza, condenas violatorias de los derechos humanos y un deseo de paz hecho añicos. Todo esto y mucho más es lo que se cierne sobre nuestros pies adoloridos y nuestros corazones acongojados, pero Dios conoce sus caminos mejor que nosotros los nuestros y nos aloja finalmente y nos cobija con aquello con lo que nunca imaginamos pudiera ser un consuelo y nos enseña a apreciar lo breve y sencillo de un encuentro cara a cara, lo tierno de la intimidad compartida, lo sobrecogedor de la vida que se asoma con más fuerza en la debilidad y es ahí, en ese momento, donde percibimos que estamos vivos y que estamos sanos y eso que parecía oculto es descubierto y celebrado: la vida como don.

Así, la navidad es la celebración de la Vida, la del Niño Jesús y la que nos es dada cada instante, es el pesebre de la esperanza porque esta se apoya en la primera para manifestarse y permitirnos comprender que ante la pequeñez humana está la grandeza divina. Ante la desnudez del alma, el vestido de la caridad, ante el frío de la soledad, la calidez de sabernos hermanos, ante la miseria, los tesoros de la fe y ante lo incomprensible, el silencio del Padre.

Hay muchas razones para no creer ni confiar en este 2023 pero sólo una para sí hacerlo y se llama Navidad como el tiempo de volver a decir que sí a la vida que insiste en hacerse presente, en volver a creer aún en contra de lo mucho que pesa y absorbe la incredulidad. Un momento para hacer el recuento de daños del año 2022 y quizá sorprendernos porque fueron más las alegrías que las tristezas y más las ganancias que las pérdidas.

Esperar aun cuando todo en el horizonte invita a no hacerlo es un acto de rebeldía y una manifestación de subversión y hoy se requiere esa fortaleza para rebelarse en contra de la desolación y plantarle cara de frente para erradicarla del corazón. Hoy se necesitan personas subversivas para generar el escándalo de la paz en medio de la violencia y para ir en contra de lo convenido y proponer lo extraordinario.

Este tiempo nos debe invitar a la valentía de afirmar que, a pesar de todo y contra todo, la esperanza se mantiene firme no como mero optimismo sino como convencimiento que, dentro de la historia, existe el tiempo de la otra historia.

Ma. Elizabeth de los Ríos Uriarte es profesora e investigadora de la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac México

 

Imagen de Tutanchamun en Pixabay


 

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