Por Arturo Zárate Ruiz
Las obras de arte solemos asociarlas con lo bonito o agradable: una flor, una joven hermosa y sonriente, el rostro de un niño, como el de Jesús bebito en Navidad. Pero no siempre ocurre así. Hay obras magníficas como el Cristo en la Cruz de Velázquez. Aunque nos recuerde elementos positivos como la expiación de nuestros pecados y el triunfo de nuestro Señor sobre el demonio, no deja de ser esa imagen algo horrendo: una crucifixión, un asesinato, y no de cualquiera, sino de Dios mismo, por “nuestra causa”, según reconocemos en el Credo. Si es arte y es bello, es porque nos revela una verdad. La belleza consiste en el esplendor de la verdad, según nos instruyó san Alberto Magno.
Ciertamente esta imagen no exalta la maldad. La lamenta. La presenta como tal, como en el himno Stabat Mater dolorosa, juxta crucem lacrimosa, dum pendebat filius. El problema surge cuando a la maldad se le considera como deseable, a punto de exaltarla, celebrarla, regocijarse por ella. Pero que ocurra así no es fácil de establecer muchas veces.
Yo no soy amigo del rock. No pocas personas lo consideran decadente. Con todo, no hay que apresurarse a descalificarlo, aun con canciones de grupos como los Rolling Stones o Pink Floyd. Unos compusieron You can’t always get what you want que nos remite a un amor frustrado como en muchas canciones tradicionales; los segundos, We don’t need no education que, entendiéndola bien, no se opone a la educación en sí, sino a la “no educación” que es más bien manipulación, es más, tortura masiva. Los Beatles, a quienes se les consideró “niños buenos”, sin embargo compusieron Imagine que sin ninguna duda celebra y pide que desaparezca la religión.
Las obras de los jóvenes suelen romper con los cánones de los viejos. ¿Hay que reprobarlas? Tal vez sí si se da la rebeldía por la rebeldía misma, no si se opone a lo que falsamente se ha tenido como correcto.
Hay arte que cuestiona así lo establecido, no para rechazar los verdaderos valores, sino para no dar por sentado lo que pudiera ser mera convención o falsedad. Lo logran, por ejemplo, los Locos Adams: Morticia coloca en el florero no las flores, sino sus tallos.
Cuidado con apresurarnos a descalificar los corridos mexicanos. Hablan de pistoleros, de pícaros, de borrachos, aun de narcotraficantes. Los del último tipo sí los aborrezco: sí exaltan a los malvados, pues adulan sin ninguna duda a los cabecillas. Hay, sin embargo, otros corridos sobre personajes populares. Reportan con humor o tristeza lo que les ocurrió. He allí los clásicos de Juan Charrasqueado y del Hijo Desobediente.
Humor y tristeza similares a los de los españoles durante siglos, en sus novelas picarescas, las cuales, de algún modo, anteceden a Cantinflas. Si al final nos hacen simpatizar con el “peladito”, no es para celebrar sus peladeces, sino porque estos personajes como que confirman eso de ¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!, y lo de ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!
En cualquier caso, la obra artística puede inclinarse finalmente a exaltar el mal. No lo hace la película El Silencio de los inocentes. Aunque versa sobre un caníbal cruel y sobre un pervertido asesino, no los enaltece. Los presenta como son: ¡horribles! No así el musical Rocky Horror Picture Show que aplaude todo tipo de perversión sin ambages.
Y ocurre desgraciadamente —otro ejemplo— con la moda de muñecos mutilados y torturados, que venden ahora en las calles de la Ciudad de México para que “adornes” tu casa. Son como los que cuelgan ahorcados en la Isla de las Muñecas en Xochimilco.
La exaltación del mal se nos ofrece, sin embargo, todos los días y en múltiples medios de la manera más “inocente”: en películas y series donde, por ejemplo, se identifica la fornicación con el amor y donde los adúlteros son los personajes buenos y ejemplares. Tenemos así una esplendorosa mentira, tan sabrosa que nos inclinamos a creerla. ¡Ojo! Eso sí que es muy diabólico.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de diciembre de 2022 No. 1431