Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

El grande misterio del nacimiento del Salvador se ha visto enriquecido con multiformes expresiones de fe por la piedad popular. La novena ha sido adornada con la celebración gozosa de las “posadas”.

Sin este ritual de devoción popular parecería que no hubo Navidad. Salir a la calle, cantar en nombre del cielo… y recibir el aguinaldo, es toda una vivencia religiosa que los pequeños jamás olvidarán.

Los versos que describen la fatigosa peregrinación de María y José buscando hospedaje para el nacimiento del Salvador, son una creación dramática, auténticamente mexicana, cuya resolución del “conflicto” entre los peregrinos urgidos de apoyo y el apoltronamiento del casero -experiencia ahora cotidiana con nuestros emigrantes-, se resuelve con el humor ingenioso y realista que sólo el cristiano puede ofrecer.

Pero no adelantemos vísperas. Nadie conoce al autor de las posadas; lo que sí se sabe es que procede de los misioneros, y que su aparición provocó una devoción tan grande y una alegría espiritual tan extraordinaria que en pocos años no hubo iglesia que no las celebrara, y “nosotros estamos muy alegres de esto”, dice Fray Juan de Grijalva. Son, pues, un patrimonio cultural católico.

En contraste con su silencio evangélico, es aquí san José quien, como varón responsable del cuidado de su esposa, inicia la humilde súplica amparado, eso sí, de la protección divina: En nombre del cielo os pido posada… Y expone la necesidad de su esposa amada. Una hermosa lección de ternura familiar. María guarda todo, con su Hijo, en su corazón. La contraparte la ofrece el posadero, aburguesado y comodín, quien no se quiere levantar y menos para abrir la puerta. Arguye equivocación: aquí no es mesón, y añade la sospecha: quizá sea un tunante, un parrandero, una amenaza. Sube así el tono del drama: ¡los voy a apalear!

San José no se da por vencido, sino que expone la tribulación sufrida de ambos: el cansancio, la distancia: Venimos rendidos desde Nazaret; y, además, el favor es pequeño: por sólo una noche. Es una apelación por compartir la experiencia humana dolorosa de la fatiga, que puede ser fatal. Por eso insiste, amparándose en el nombre y título de su esposa: Es María, Reina del cielo. A esto, el posadero, entre desconcertado y burlón, responde con un disimulo picantillo: Si es una reina, ¿cómo es que anda en tanto desamparo, y de noche? La burla y el mal trato en respuesta a una necesidad, ¿quién no la ha sufrido?

Pero san José no ceja. Además, apela a su último y poderoso recurso con insistencia: Sí, María es su esposa, es la Reina del cielo, y es portadora de una misión sublime: ser la Madre del Divino Verbo. Un sentimiento de humanidad resonó –la gracia- allá en el interior del posadero que, ofreciendo la ignorancia como disculpa: no los conocía, abre las puertas de su casa y de su corazón. Hospitalidad que es recompensada con la felicidad familiar: Dichosa la casa, ahora ya, de la Hermosa María.

Quien haya experimentado una situación parecida, bien puede aceptar que aquí se trata de un verdadero “drama humano”. No al alcance de la dramaturgia griega, reservada para los nobles y poderosos, sino para la nobleza del espíritu que adorna el corazón de todo ser humano, en especial del pobre. María y José, el carpintero de la desconocida Nazaret, son aquí objeto, con su divino Hijo, de un drama, del drama humano, del drama de todo hombre. El diálogo, la constancia, la humildad, la verdad, la convivencia fraterna son las armas que superan las dificultades y resuelven los conflictos. Todos estos son valores humano-cristianos que hay que recobrar. Este es el verdadero humanismo del mexicano, el del pueblo cristiano. No hay más.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de diciembre de 2022 No. 1431

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