“El que encontró una mujer encontró la felicidad y obtuvo el favor del Señor”.
Por Arturo Zárate Ruiz
Como en toda fiesta, en las bodas se permiten algunas payasadas. Tarareando la marcha nupcial de Mendelsshon, se le canta al novio “ya se casó, ya se murió”. Y se le carga como cadáver mientras se tocan las notas de la Marcha Fúnebre de Chopin. Parecería entonces que casarse es el peor error de un varón, como si fuésemos los “sufridísimos hombres” unas débiles víctimas a punto de ser engullidas por una “bruja”.
Algunos textos bíblicos parecen reforzar esta pobre opinión sobre el matrimonio cuando recomiendan el casarse como “remedio” contra la lujuria. San Pablo, tras afirmar como estado óptimo el celibato, advierte a aquéllos que les sea imposible dicha meta: “Mejor es casarse que quemarse” y “para evitar la inmoralidad sexual, cada uno tenga su esposa, y cada esposa tenga su marido”.
Pero en Proverbios también leemos: “El que encontró una mujer encontró la felicidad y obtuvo el favor del Señor”.
Ya en el Génesis se nos dice que Dios creó a la mujer de una costilla de Adán, lo que sería muy grato a él, pues, como leemos en el Eclesiástico, “la gracia de una mujer deleita a su marido”.
No fue sino hasta que Dios creó a Eva que Adán exclamó: “Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada varona porque del varón ha sido tomada”. No sino hasta entonces el hombre encontró una compañía digna: no las cosas materiales, no sus ocupaciones ni sus entretenimientos, no los animales del campo, ni las aves del cielo, sino la mujer, su compañera en igualdad. Dios le dio entonces a Adán, como su mejor regalo, el matrimonio: “pasan a ser una sola carne”. Dice el Eclesiástico que, al hombre, la mujer por “su buen juicio lo llena de vigor”. Y remarquemos la dignidad de los novios que se unen en matrimonio: “Y creó Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó. Varón y mujer los creó”.
En cuanto a la dignidad del matrimonio mismo, leemos en los Salmos que el gozo del Señor por sus fieles son como los de un novio y una novia en su lecho, pues se alegra “igual que un esposo que sale de su alcoba”.
Es más, todo el Cantar de los cantares compara el amor de Dios por su pueblo con el de los esposos. Así de grande e intenso es. Por si no estuviera claro, san Pablo considera “un gran misterio” la unión de un hombre y una mujer, y la equipara a la de Dios con sus fieles, pues el matrimonio “se refiere a Cristo y a la Iglesia”. Cuán grande debe ser el amor de los esposos que san Pablo ordena que sea como el de Cristo que se entregó por nosotros.
Con el matrimonio, se funda una nueva familia: “el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su mujer”. Lo que no quiere decir que los nuevos esposos se olviden de sus padres, pues, como leemos en el libro de Tobías, de éstos se siguen recibiendo bendiciones: “¡Bienvenida, hija mía! ¡Bendito sea Dios, que te trajo hasta nosotros! ¡Bendito sea tu padre, bendito sea mi hijo Tobías, y bendita seas tú, hija mía! ¡Entra en tu casa con gozo y bendición!” Y tras la unión de los novios, vienen los hijos de tal modo que, nos recuerda el papa Francisco, “la vida rejuvenece y cobra nuevas fuerzas multiplicándose”.
En fin, la esposa y el esposo son vía de salvación el uno para el otro, y para sus hijos, según nos explica san Pablo: “Porque el marido que no tiene fe es santificado por su mujer, y la mujer que no tiene fe es santificada por el marido creyente. Si no fuera así, los hijos de ustedes serían impuros; en cambio, están santificados”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de diciembre de 2022 No. 1432