Por Mónica Muñoz
Camino por el centro de la ciudad y me encuentro mucha gente, cada quien imbuido en su propio mundo, ocupados con mil pensamientos, tratando un sinfín de asuntos, todos ellos mezclados con la algarabía de la época que ya se siente en el ambiente porque estamos entrando a la época más esperada por casi todos: la Navidad y todas las fiestas decembrinas, porque sobre esta marea de mercadotecnia que nos ahoga, flota alegremente el consumismo y el deseo de comprar objetos que de nada sirven, pero que llenan nuestros vacíos emocionales durante algunos días.
Observo entonces que también hay varias personas que intentan obtener unos pesos haciendo de todo: vendiendo dulces, hierbas de olor, muñequitas o cuadros pintados a mano, cantando con bocina y micrófono integrado, tocando algún instrumento o simplemente pidiendo caridad a los transeúntes que voltean hacia otro lado, incómodos por las inoportunas solicitudes de los cada vez más numerosos pedigüeños que se van sumando día a día a los miles de pobres que tiene nuestro país.
Buena voluntad
Al respecto, el INEGI informa cada dos años sobre la situación de pobreza de los mexicanos. De acuerdo con el último reporte, para el periodo 2018-2020, se registró un aumento de la pobreza moderada, pasando de 51,890.9 a 55,654.2 millones de pobres; en cuanto a la pobreza extrema, sumaban para el mismo periodo 10 millones 793 mil personas que carecían de lo básico para vivir.
Estos alarmantes datos nos hablan del grado de desigualdad que existe en un país tan rico como el nuestro, situación que orilla a las personas a buscar por cualquier medio lo necesario para sobrevivir. Y, aunque ciertamente, le toca a nuestros gobernantes gestionar los medios y la forma de que estos índices disminuyan, nosotros podemos hacer algo, aunque sea sencillo, para cambiar el mundo de alguno de estos hermanos en desgracia. Lo único que necesitamos es buena voluntad.
Porque, aunque no remediaremos más que momentáneamente las carencias de los más necesitados, lo más importante es que nos solidaricemos con ellos y evitemos ignorarlos, pues un aspecto poco mencionado, pero no menos importante, es el sentir empatía por los que sufren. En palabras cristianas, significa ser caritativos con ellos, porque aunado a la vergüenza que tienen que vencer para atreverse a ofrecer sus productos, resulta que también deben aguantar el desprecio con el que muchos los tratan.
Al menos la cortesía
Es necesario que recapacitemos sobre esas actitudes y seamos más amables con nuestros hermanos menos afortunados. Sé bien que todos estamos pasando tiempos difíciles, pero ellos padecen más que nosotros.
El simple hecho de tener para comprar objetos que no necesitamos representa una ventaja sobre la situación de los más vulnerables. Entiendo que a veces no traemos en la bolsa más que lo indispensable para ir capoteando la situación, pero invirtamos los papeles por un momento y pongámonos en el lugar del que implora nuestra ayuda: ¿me gustaría ser tratado como yo lo hago con la persona que se me acerca?
Seguramente la respuesta es “no”, por eso, aunque no estemos en posibilidad de dar, por lo menos seamos corteses y deseemos que reciban de otros lo que no puedo dar en ese instante.
Pero, por otro lado, si podemos tender la mano al que nos la requiere, no seamos déspotas, demos con sencillez y ofrezcamos una sonrisa, el trato digno se debe otorgar a todos nuestros semejantes sin importar su condición. Nos quejamos de la frialdad de las relaciones humanas entre desconocidos, pero no nos damos cuenta de que también formamos parte del problema con nuestras actitudes apáticas.
Pidamos a Dios que transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, para que el preámbulo de la Navidad vaya entonando nuestras acciones con la prueba de amor más grande que Dios tuvo por el género humano: el nacimiento de su Hijo hecho hombre para salvación del mundo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de diciembre de 2022 No. 1431