La muerte de Benedicto XVI nos confirma lo que él mismo dijo al ser elegido Papa: que era un humilde trabajador de la viña del Señor. Sus últimas palabras, “Señor, te amo”, son el testimonio de quien jamás desvió el camino. Un Papa que fue calumniado, que recibió los ataques de dentro y de fuera, pero nunca dejó la elegancia intelectual, el ardor teológico, la gracia que ilumina a quien se sabe amado por Dios.
Predijo el futuro de la Iglesia allá por 1969: seremos menos populares, pero más fieles. A él le estalló la crisis del principio del Tercer Milenio. Cuando supo que ya las fuerzas lo abandonaban, tomó una decisión histórica: hacerse a un lado e irse a orar. Más allá de las disputas de los teólogos –si estaba bien el título de Papa emérito, etcétera— la Iglesia vivió un tiempo inédito: un Papa orante y uno actuante, a menos de un kilómetro de distancia. Francisco comprendió la estatura de su antecesor. Y Benedicto abrazó esa comprensión sin aspavientos, a sabiendas que el Espíritu Santo actúa por encima de las pretensiones mundanas. No hubo entre los dos papas las distancias que muchos pretendieron descubrir. En las alturas de la fe hay claridad y caridad, no hay tiempo para las luchas de poder que esgrimen los que no entienden el origen sobrenatural de la Iglesia.
En su encíclica Dios es amor nos dejó una frase que vale para para toda la vida: “A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien, ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible”. Hasta siempre, querido Benedicto XVI.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de enero de 2023 No. 1435